Durante la preparatoria y universidad fui una rebelde con causa. A escondidas de mis padres, acudí a asambleas, doné kilos de granos en apoyo a Chiapas, subí techos, trepé autobuses, asistí a marchas y grité consignas hasta quedarme sin voz.
¿Quién no es subversivo cuando se es joven?
Creía entonces que mi rebeldía y la de mis compañeros y amigos sería escuchada, que mi generación cambiaría el país, que no habría más 2 de octubres, masacres y silencio. Después nos faltaron 43 y algo dentro de mí se apagó. ¿Sirve de algo alzar la voz?, ¿protestar por el mínimo de los derechos como ser humano?
Recuerdo la vez que una amiga me regaló un conejo de chocolate, medía unos veinte centímetros y estaba envuelto en papel aluminio dorado con las letras TURÍN en rojo. Estuvo en el refrigerador varios meses. Cada que me decidía a comerlo desistía por temor a mutilarle una oreja o las dos. El conejo era un símbolo más que un dulce. Era el trofeo a mi primer viaje sola y la certeza de que lejos de mis padres se vivía mejor.
Un día el conejo desapareció. Mi padre decido comérselo. No tuvo piedad de dejar una pata o la cabeza para que, por lo menos, conservara lo que por derecho me pertenecía. Subí las escaleras y me enfilé a su recámara con los puños apretados de la rabia. Armé una revuelta, exigí justicia, demandé una explicación. Él me miró de reojo y con indiferencia para luego responder categórico: es mi casa y todo lo que hay aquí me pertenece.
Bajo ese poder aplastante viví veintisiete años y bajo ese mismo poder vive mi país sexenio tras sexenio. Un gobierno que transgrede, silencia, asesina y desaparece a la vista de todos.
A Cincuenta y cuatro años de la masacre de estudiantes en Tlatelolco. A cincuenta años de El Halconazo. A once años de Ayotzinapa, no se ustedes, pero yo, ni perdono ni olvido.