Hace trece años me mudé de la CDMX a Zacatlán. Mis treinta y dos años de vida cupieron en doce cajas de cartón, doce bolsas negras las de la basura y muebles embalados con plástico film.
Me ilusionaba la idea de vivir en una casa de dos plantas, después del intento fallido por vivir en un departamento pequeño y oscuro. El primer hallazgo de mi nueva vida en provincia fue la renta; por el precio que pagaba por un departamento de ochenta metros cuadrados iba a estrenar una casa dúplex que destacaba por su fachada agringada y los dos niveles entre sala y comedor. Carecía de cocina integral, a cambio, un espacio amplio para almacenar la despensa y clósets en las habitaciones.
Con el tiempo, advertí que en pueblo los clósets eran la gran novedad en diseño tomando en cuenta que la ropa va en el ropero y los zapatos debajo de la cama. De esta manera, un clóset por habitación era un lujo en la construcción de los varios fraccionamientos que surgieron de aquellos años a la fecha.
El segundo gran hallazgo del pueblo lo viviría un mes después, con la llegada de la primavera.
Se acostumbraba a jugar o ver televisión en la recámara principal en lo que su hermano llegaba del kínder y yo aprovechaba el tiempo para hacer las labores del hogar.
La cocina estaba dispuesta hasta el fondo de la casa, debajo de aquella recámara. Si dejaba la ventana abierta del cuarto y abría la puerta de la cocina que daba al patio trasero, alcanzaba a escuchar la tele y las risas de S. Un monitor bastante vintage pero funcional.
Una mañana, entre un traste y otro, escuché un grito ahogado ¡maaaaá! solté el vaso y subí corriendo los dieciséis escalones hacia la recámara principal imaginando el peor escenario: un descalabro, un ahogamiento, el delo gordo de la mano derecha aplastado por un cajón. Lo peor. Sin embargo y, para mi fortuna, S jugaba tranquilo y apenas notó mi presencia.
Regresé, apagué la estufa y continué lavando trastes. Minutos, más, minutos menos, volvía escuchar el grito ahogado ¡maaaaá!, en el trayecto hacia la planta alta, pensé que sí, que ahora sí había escuchado bien e imaginé a S atorado en la taza del baño como la semana anterior.
Al pie del dintel y con el corazón latiendo a mil por hora, vi a S acostado en la cama, dichoso, viendo tele. Comencé a cuestionar mi salud mental, ¿será una broma?, ¿de quién?, ¿un fantasma? En ese momento de preguntas sin respuestas el ¡maaaaá! se oyó de nuevo y descubrí que el grito de auxilio provenía de afuera, de la callecita de atrás de la casa.
Caminé sigilosa hacia la ventana, el pasto verde y crecido del terreno baldío se abrió ante mí. ¡Maaaaá!, ¿qué madre no escucha que su hijo suplica por su atención? ¿un niño abandonado? pensé al mismo tiempo que cruzaba miradas por primera vez en toda mi vida con una vaca rechoncha que movía la cola de izquierda a derecha, feliz.
Sí, queridos hipócritas lectores, ese día el gran hallazgo de esta citadina que nunca asomó las narices a otro lado que no fuera pavimento y centros comerciales, fue que las vacas no dicen muuuu, sino ¡maaaaá!