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domingo, agosto 17, 2025

La vida entre ventanas

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En el pueblo, el día dura veintisiete horas, cualquier trayecto — cualquiera— toma doce minutos a pie o cinco minutos en auto. Todos nos saludamos entre todos; el señor de la recaudería te perdona los cinco pesos que faltan y, aunque no hay semáforos, el código aprendido por todos es el Uno por Uno, lo mismo aplica para bicicletas, coches, motos y caballos.

A doce minutos al norte está el bosque y a doce minutos al sur, la barranca. Rara vez se escucha una sirena, un claxon y casi nunca una mentada de madre. El cielo es azul, azul, el agua menos densa, el silencio un modo de vida y mi casa, mi lugar favorito.

En los años noventa veía una serie gringa de la que no recuerdo su nombre, pero sí el de la protagonista, Dorothy. Ella, su mamá y tres hermanas vivían en una casa de innumerables ventanas de un pueblo remoto. Dorothy al igual que yo, solíamos contarle nuestros secretos a la luna. Una cursilería a la distancia de los años, sin embargo, en ese tiempo, era una preadolescente enamorada en secreto de mi vecino.

Pasaba horas del día en la ventana de piso a techo de la recámara de mi mamá con el único objetivo de verlo cruzar de un lado a otro de su cuarto. Con el tiempo, me volví una experta del acoso y descubrí que, desde la azotea, el panorama me dejaba ver a detalle el color de la alfombra, la silla de su escritorio y la mitad de la cruz sobre su cama.

Vigilar la rutina de alguien en solitario es aburrido y tedioso. ¿Con quién se comparte la adrenalina? Paola me hubiera sugerido comprar unos binoculares, seguirlo a la papelería o fingir un encuentro rumbo a la tienda. Ella era de ideas arriesgadas, dulce, aplicada y temeraria a la vez.

Cuando se corrió la voz de que uno de los integrantes del grupo Magneto vivía cerca de la escuela, nos propuso hacer rondines hasta conseguir un autógrafo.

Charlie, el de los paliacates en la cabeza, no me gustaba, yo estaba enamorada de Alan, el vocalista y del hermano de Charlie, Flavio César. Éramos tres las nos reuníamos a la salida de la escuela de monjas rumbo al edificio de los hermanos regiomontanos en la Colonia del Valle. Descartamos la idea de los binoculares para no levantar sospechas, en cambio, tomábamos turnos; mientras una vigilaba, las otras dos nos escondíamos detrás del tronco de un fresno.

Superé mi etapa de stalker cuando ingresé al Colegio de Ciencias y Humanidades, plantel Sur y hubo montón de chicos en los que podía concentrarme. Mi parte favorita de aquel trayecto de hora y cuarto desde mi casa, era la entrada a Jardines del Pedregal. Sobre la calle de Fuego el color verde brillante se abría de lado al lado del microbús. Casas con arrayanes en forma de conos, pinos que se unían para formar arcos y flores silvestres en medio del callejón.

Me gustaba una casa en particular. Una donde no había muros de cemento impenetrables. Las rejas negras dejaban ver un terreno de ochocientos metros cuadrados con una casa de una sola planta. Era estilo chalet, de tejas verdes, muros blancos y varias ventanas alrededor. La escena que duraba lo que le toma a un chofer pasar de segunda a tercera velocidad, la aprovechaba para aprenderme los detalles.

El pasto verde rigurosamente podado, el camino de piedra de puerta a puerta, ventanas blancas de aluminio, dos perros, un jardinero. Si bien el Pedregal no era la provincia, me parecía un lugar separado del resto de la ciudad.

He recorrido esa imagen tantas veces como los casi treinta años que han pasado desde 1996 a la actualidad. En ella no hay música que sonorice el momento, no hay personas que hablen por lo alto, no hay tumultos y apretujones. Solo yo, mirando por la ventana, imaginando la vida dentro de una casa de techos altos, llena de luz, sin muros pesados, sin escaleras. Añorando, algún día, vivir fuera del caos tal como lo soñaba Dorothy. Tal como lo soñaba yo.

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