A propósito de la despenalización del aborto en Puebla, el pasado 15 de julio, les dejo uno de mis cuentos que forman parte de mi libro El pan de la vergüenza (Coyoacán, 2023) y al que titulé La ruda…
Cuando la casa huele a ruda Carmen sabe que jugará en el
patio hasta la tarde sino es que Lulú, la vecina, la invita a
comer y pasar el rato con sus hijos Marilú y Beto. Todos en la
calle, en la colonia y más allá de la periferia, sabían de Doña
Teté, las recomendaciones iban de boca en boca y lo mismo
llegaban a pie que en coches de lujo.
Empezaba temprano, a veces desde las ocho de la
mañana ya tenía alguien tocando la puerta, casi siempre, un
niño con cólico atra- vesado. Nada grave. En esas cuestiones
Carmen, su nieta, podía ayudar, pasaba el pan puerco o
calentaba el té de epazote de zorrillo.
Es un empacho, decía, Teté, enseguida untaba la pasta grumosa y movía las tripas en
el sentido contrario a las manecillas del reloj, luego la espalda
para tronar el cuero, varios pellizcos a lo largo de la columna
vertebral hasta escuchar un crac. Tocaba el turno de los pies,
golpear los talones y cruzarles las piernas, lo mismo con las
manos y por último apretarles el estómago con un rebozo y
rodarlos en la cama.
Los niños eran de a cincuenta y los adultos de a cien pesos,
si eran torceduras de a cien parejo, acomodar al niño en el
vientre materno, sesenta y traerlo al mundo dos mil. Pero no
siempre había dinero y a veces aceptaba alguna gallina, arroz o frijol.
Nunca fiaba, su reputación era basta como para no
cobrar, además la gente abusa y pendeja no era, decía.
Teté ya pasaba de los sesenta años, era robusta, de caderas
anchas y piernas torneadas, aprendió a curar gracias a su
abuela, de quien también heredó los labios delgados y el lunar
cerca del ojo derecho, el mismo con el que nació Carmen.
—Cuando seas más grandecita, entrarás conmigo y tu mamá a
la cocina y pondrás la ruda con el chocolate y otras hierbas
que irás conociendo, mientras síguele estudiando y aprende a
usar la navaja de los doctores para que seas más cabrona que
yo.
Carmen sabía que la ruda era una hierba milagrosa que
chupa las malas energías, quita los dolores de panza y uno que
otro estorbo –según Teté–. Tenía doce años, era morena con sendas trenzas
que caían a media espalda, sus ojos eran aún más negros que
su pelo y cuando sonreía el labio inferior le temblaba como
intentando ocul- tar su timidez. Moría de curiosidad por entrar
a lo que ella llamó la ceremonia de la ruda, el misterio, el
silencio y la concentración con la que veía a su abuela cortar
la planta del jardín le erizaba la piel. Le gustaba olerla e
imaginar cantidad de historias alrededor de ella porque por
algo era la planta consentida de la abuela y la que más
clientas atraía.
Lo único que Carmen podía hacer en aquella ceremonia era
abrir la puerta.
—Buenos días, este servicio se paga por adelantado, ¿trajo
su sá- bana?, siéntese y espere a que Doña Teté la reciba.
Las clientas nunca la veían a los ojos y apenas contestaban
con la cabeza, algunas chicas iban acompañadas por otras
mujeres, amigas, madres. Carmen siempre jugaba a adivinar el parentesco porque había dos cosas prohibidas en aquella
ceremonia: hacer preguntas y los hombres.
Una vez acudió lo que Carmen supuso era la pareja de la
chica y Teté lo mandó de regreso a su casa con un grito y
dos tronidos de dedos. Ahí aprendió que la cosa era aún más
seria y debía tener algo de complicidad femenina.
Acabada la ceremonia, Teté metía la sábana ligeramente
man- chada en un tambo de metal viejo, torcido, carcomido
por el tiem- po y le prendía lumbre. En contadas ocasiones las
chicas pasaban la noche en casa de la abuela y era cuando
Carmen percibía el miedo en sus ojos, si se subía a una cubeta
podía verla por un hueco en la ventana, caminaba de un lugar
a otro, se limpiaba el sudor con su
babero, aventaba las ollas y regresaba al cuarto
contiguo.
Esas noches las pasaba con Lulú y le gustaba
cuando Beto la des- pertaba y le proponía subir a la
azotea a fumar la pipa de vidrio. Beto tenía
dieciocho años y se conocían desde siempre, con el
paso de los años se volvió un chico retraído. Dejó de
estudiar cuando salió de la secundaria y empezó a
trabajar en un taller mecánico, no era guapo, le
faltaban dos dientes y sus cejas parecían dos bichos
peludos. Sin embargo, Carmen lo veía como un
hermano mayor, alguien de fiar y con quien reía
mucho.
La pipa de cristal era un secreto que disfrutaba porque sentía
lo mismo que cuando olía la ruda, su cuerpo viajaba entre los
susurros de Beto, el calor y sudor. Al día siguiente, Carmen se
despertaba con el olor a hot cakes o bien, con un beso de Teté
para decirle que ya podía regresar a casa.
Las semanas pasaron y a Carmen dejó de gustarle el olor a
ruda, más bien le daba asco, dormía más de lo habitual y sentía
escalofríos en plena primavera. Cuando Teté intentó curarla
de empacho palpó su vientre y supo que Carmen estaba
embarazada pero no se lo dijo. Su nieta no pasaría por esa
vergüenza, solucionaría el problema primero y después a
arreglaría cuentas con quien quiera que fuese el culpable.
—La ruda abuela, tú dices que la ruda lo cura todo.