Hará tres años cuando acudí al doctor por un dolor generalizado en la parte izquierda de mi cuerpo. Un neurólogo para ser precisa. Él, médico con todos los años y los estudios manifestados en su pelo blanco y sus gafas bifocales, me recetó un antidepresivo y me recomendó terapia neural.
La terapia neural consiste en inyectar anestesia
en zonas específicas del cuerpo para equilibrar
el sistema nervioso; como si se le pusiera cinta
de aislar a un cable pelado para evitar descargas
eléctricas.
El doctor G que, además es su hijo, me pidió
que me recostara boca abajo y me descubriera
la zona lumbar; yo, sin pudor alguno, bajé mis
jeans a la mitad de mis glúteos para indicarle el
lugar exacto del dolor: el sacro.
El doctor G se asombró de la mancha verdinegra del tamaño de mi dedo pulgar en mi nalga derecha.
—¿Le inyectaron hierro o Bedoyecta?
—No—respondí dudosa.
—Entonces, ¿este moretón?
—¡Ah! es un lunar de nacimiento
—Este no es un lunar cualquiera—me dijo con
la sorpresa de quien hace un descubrimiento—
es una mancha característica de un tipo de raza.
Es la prueba de que por su sangre corre sangre africana.
Salí de aquel consultorio con siete piquetes, incluídos el trigémino, el trapecio y el corrugador.
Recordé aquella conversación con el doctor cuando llegué a la segunda parte del libro La Vegetariana de Hang Kang, titulado La Mancha Mongólica. La descripción de aquel lunar que, con las décadas ha modificado su color: a veces negruzco, a veces verdoso y a veces morado, era la misma que me ha acompañado a mí y a mi padre por más de cuarenta y sesenta años, respectivamente.
“Sí, era del tamaño de un dedo pulgar y color
verdoso”, le dice la hermana de Yeonghye a su
marido cuando le cuestiona sobre la mancha de
su hijo de 10 años.
Un vuelco en mi estómago me hizo buscar referencias en Google y, en seguida recordé aquella vieja charla entre una paciente adolorida hasta las muelas y un doctor fascinado por lo que acababa de ver.
La mancha mongólica, también llamada melanocitosis dérmica congénita, suele aparecer en el nacimiento o durante las primeras semanas de vida. Aumenta en los dos primeros años y después desaparece de modo gradual (…) La forma extensa o generalizada no es excepcional, ya que aparece en más de 3 por ciento de los niños asiáticos, indios americanos y negros1.
Quiero suponer que gracias a mi piel morena—
morenísima—para un médico blanco y de pelo
castaño fue más fácil suponer mi descendencia
africana que oriental.
No lo descarto, casi puedo afirmar que por mis venas corre sangre negra.
Mi abuela paterna nació en Xalapa y es bien sabido que, durante la Colonia, el Puerto de Veracruz fue la entrada para los españoles y junto con ellos, los esclavos.
Lo que desconoce el doctor G es que mi abuelo,
originario de Oriental, Puebla, fue el resultado
de un romance entre mi bisabuela y un chino, un
chino de China.
Pues bien, mi joven bisabuela tuvo un romance con el hijo de sus patrones, dueños de un café de chinos del entonces Distrito Federal, donde ella trabajaba como mesera. Cuando mi bisabuela queda embarazada, los chinos de China la corren a patadas y esconden al novio cobarde, inventándole un viaje de regreso a su país.
Mi bisabuela dio a luz a Jorge, un niño flaco y de ojos rasgados quien, décadas más tarde contraería matrimonio con Salustia, una morenaza de pelo rizado, nariz ancha y labios gruesos.
Mis hijos y los hijos de mis primos, los Martínez, se destacan por los ojos rasgados—algunos más que otros— labios gruesos, nariz chata y largas piernas.
En La Vegetariana, la mancha mongólica es el
preludio de una fantasía erótica entre cuñados;
para mi padre, un lunar del que no se acuerda
salvo cuando acude a los médicos y para mí, es
ahora, la manifestación—oriental o africana—
de mis ancestros en busca de un reconocimiento.
Un saludo, un recordatorio, un acto compasivo
de la sangre para que no se olvide su origen.