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miércoles, mayo 14, 2025

La horma de mi zapato (Parte 1)

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Para papá hay dos cosas que definen a una persona: el coche y los zapatos.

Él, un niño bolero por necesidad creció entre suelas de cuero heredadas por sus hermanos mayores hasta la primera juventud, donde pudo adquirir un cacle a su gusto y medida.  A ese primer par de plataformas adquiridas en el Mercado de Granaditas le siguieron los botines de tacón cubano y después, las botas vaqueras que se volvieron su obsesión y marca personal.

Aprendí a echar bola los domingos en la noche mientras veíamos Siempre en Domingo. El proceso para convertirme en una experta del brillo y la grasa fue por etapas. La primera consistió en colocar pedazos de periódico sobre la alfombra para protegerla de cualquier percance, luego acomodar por estaturas el calzado y cepillarles el polvo; después se me otorgó la tarea de lavarlos con jabón de calabaza y secarlos con una franela. La fase de aplicar la tinta negra, azul o café nos la saltamos toda vez que a mamá le daba terror que su alfombra quedara manchada por culpa de manos inexpertas como las mías.

Con la tinta seca, aprendí a aplicar en círculos la crema y después el brillo. Entre esas dos etapas papá salía al quite, pues había que cepillar con gracia y destreza de punta a talón y del talón a la punta sin olvidar los bordes para lograr un brillo en el que casi pudieras reflejarte. Ya con el zapato mejor cepillado que los cabellos de sus cuatro hijos, me tocaba pulirlo con la franela seca y regresarlos al clóset.

La Nugget era para huevones.

Y de huevones y mugrosos se llenó mi casa en la adolescencia. No sólo mis amigos no usaban zapatos lustrosos, también yo me uní a la moda de los Converse y los cacles más raspados que una ventana de microbús.

Mi gran rebelión fue jugarme la herencia cuando papá me vio con la playera de Silvio Rodríguez y huaraches de cuero con suela de llanta. ¿Qué sigue, Mónica?, ¿la indigencia?, fue lo último que escuché de él por el resto de la tarde.

En la Universidad enderecé el camino —o los pies—. El pomb pomb del tacón cuadrado de los mocasines y las botas retumbaba en los pasillos con la misma fuerza que mis ganas de convertirme en una mujer con futuro prometedor.

El novio de esos años usaba unas Caterpillar —las mismas que ahora tú y yo nos estamos imaginando en color ocre —. Quiero suponer que el casquillo de las botas de leñador empataba con la piel de venado de las botas piporras de papá porque, si bien algo en ese tipito no le cuadraba, lo aceptó de buena gana durante los años que duró nuestro romance arrebatado.

De aquella relación que lastimó lo que una piedra en el zapato corriendo tres maratones pasó poco tiempo para que encontrara la horma correcta.

A mi esposo lo conocí en cuando él atravesaba una etapa entre lo hippie y lo skate. Su look base destacaba por usar ropa dos tallas mayores, pelos rizados al estilo del equipo de baloncesto neoyorquino, los Globetrotters y tenis Airwalk.

En lo que a mí respecta, era fanática de usar zapatos cuasi ortopédicos —lustrados hasta las plantillas— con calcetas de los Looney Tunes, situación que a él le incomodaba, aunque sabía disimularlo bastante bien. Muy al contrario de mí, pues el día que papá quiso conocer a mi entonces novio, abrí los ojos tanto y más que un pez dorado cuando lo vi al pie de la puerta.

A mi amorcito se le ocurrió vestirse con unas sandalias de surfista como el portero noventero Jorge Campos.

Su hija —es decir, yo mera—había conseguido un hombre sin coche y en chanclas, ¡bendito por venir!

 

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