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domingo, junio 15, 2025

Hoy tengo que decirte papá

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Alguna vez desperté a mi padre con la canción de Timbiriche “Hoy tengo que decirte papá”. En la escuela había lijado, pulido y barnizado un cajón de bolero; con una máquina de pirograbado la maestra nos ayudó a escribir el nombre de nuestro progenitor en letra cursiva y a envolver el regalo del Día del Padre con papel celofán y un moño azul.

El cajón estaba equipado con grasa de zapatos, cepillo y franela. El asa para sostener el cajón simulaba una suela lo que, según dijo la maestra, les serviría para recargar el pie y darle brillo al zapato antes de que se fueran a trabajar.

Pañuelos bordados, corbatas y un portarretrato mal armado habían sido regalos inservibles de años anteriores; en cambio, sabía que éste sustituiría la caja de zapatos donde papá guardaba sus aditamentos y le recordaría con nostalgia sus años de niño bolero.

Mamá nos despertó temprano. En ese tiempo éramos tres niñas entre los doce y los cuatro años fanáticas de Timbiriche, así que le cantamos y bailamos a papá una coreografía previamente ensayada sintiéndonos Sasha, Paulina y Alix . . .y a veces cuando llegas de noche y el sueño ya me venció. . .

Corrimos a sus brazos olorosos a loción amaderada y sudor de cama; lo llenamos de besos y cada una le dio su regalo. Él reaccionó a todos con una mueca entre divertido y expectante; sin embargo, por el tono de su voz y la manera con la que revisó cada detalle de mi cajón, supe que había ganado la contienda de ese año.

¿Por qué el amor o el desamor de un padre nos marca para el resto de la vida?

Dentro de mi hipocampo escurridizo hay otro momento en el que me siento fuera de peligro gracias al escudo impenetrable de papá.

Vamos en la Taurus gris rumbo a casa de mi abuela. Mamá se termina de poner rímel en las pestañas, mi hermana C. está detrás de ella mirando hacia la ventana; la pequeña E. yace en medio de nosotras sentada al borde del asiento para no despeinarse y yo, voy detrás de papá con mis ojos puestos en sus manos chatas sobre el volante . . . y cuando estoy a tu lado todo el miedo ya se va . . .

En la radio suena algo que no tengo claro; sin embargo, cada que escucho a ABBA o al Luis Miguel noventero me voy a ese instante donde papá mueve la cabeza de un lado a otro mientras canta y juega con nosotras a adivinar las marcas y los modelos de los autos que nos cruzan por enfrente.

¿En qué momento papá dejó de ser mi superhéroe y se convirtió en el ogro del cuento?

Las ausencias de mi padre por largas temporadas abrieron una profunda grieta donde se coló la incertidumbre y el miedo. Ver a mamá durante las noches al pie de la ventana esperando a que las luces del coche asomaran por la calle me partía el corazón de niña. Me esforcé entonces a crecer para que ella tuviera con quien llorar su tristeza.

A esa edad no había quién me explicara que el abandono intermitente de mi padre no era porque hubiera algo malo en mí. A esa edad, sentí que la indiferencia con la que trataba a mamá era equivalente a lo que sentía por mí y mis hermanas.

Los bailes entre pijamas y pelos despeinados del Día del Padre los cambiamos por regalos en los que se nos iban los ahorros. Me volví excelente estudiante, resolutiva, callada, hice de todo para que papá se quedara, para que nos quisiera, para que nos volteara a ver y nos pusiera en primer lugar. Nunca sucedió.

Largas conversaciones en el diván y dosis extras de serotonina me sacaron del vacío en el que estuve durante años sintiéndome insuficiente; por ende, cada que llega el mes de junio y tomo el teléfono para decirle ¡Feliz día del padre! procuro hacerlo desde esa niña con la que bailó a la orilla de la playa o a la que le compuso una canción por caminar chueco.

Porque hubo una vez, aunque después ya no.

Voy a crecer a tu gran tamaño y el mundo veré como tú, te comprenderé mucho más y mejor y la vida venceré.

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