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martes, abril 1, 2025

Experiencia Religiosa

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Era 1996 cuando ingresé a la preparatoria, usaba el pelo al hombro, apenas algo de rímel, ropa americana de la paca y, a veces, una que otra blusa o suéter de mi madre y no es que me gustara su estilo, era la necesidad de solventar la semana sin repetir atuendo.

César, el chico cuyo sentido del humor me sumergió en un estado cataléptico durante todo un semestre, hacía que las manos me sudaran y el corazón cayera hasta mis tripas y de regreso a una velocidad que desafiaba a la física. Pasábamos las tardes al teléfono, nos contábamos la vida, soñamos con crecer juntos y nos hicimos promesas: Si yo ganaba el Premio Nobel, le compraría una moto Yamaha o un auto deportivo.

No era guapo ni mucho menos atlético más era capaz de sostener todo mi mundo cuando me abrazaba de camino al microbús que me llevaría del Pedregal a Taxqueña.

Un viernes no llamó, tampoco el sábado. El lunes lo vi de la mano de la chica rebelde del salón, la que vestía de negro y tenía unos rizos espectaculares, una de esas chicas que con ponerse un poco de labial rojo, lucen divinas. La misma chica que compartía conmigo el asiento del transporte público y la que sabía que César era mío y yo de él.

El corazón me dolió como no sabía que podía doler. Mi revancha de niñata adolescente fue llamar a casa de César y pedirle a su mamá mi camisa de franela azul que su hijo se negaba a devolverme y que le vería lucir a Ella un día que, como si nada, me pidió que le pasara la tarea.

La parejita feliz dejó de entrar a clases y yo resistí lo que quedaba del ciclo escolar gracias a De Perfil de José Agustín y a un españolito de suéter gris y barba a medio crecer.

Papá me juraba que el muchachito en cuestión no se bañaba, por el contrario, era un mugroso muy lejos de lo educado y bien vestido que era su padre. No me importó, ya me había criticado antes al gangoso argentino que bailaba como joto y al chico de bermudas y nariz chueca de La puerta del colegio.

Pobres de mis padres que buscaban emparejarnos con Soldados del Amor mientras nosotras enloquecíamos con puro Caifán.

Amar es una cosa especial no es un viene y va, me decía el chico de veinte años domingo tras domingo. Amar solo te pasa una vez, pero de verdad, seguía diciéndome con esos ojitos amielados que convulsionaron mi cuerpo con su seseo.

Decidí entonces cortarme el pelo . . . por amarte juntaría la lluvia con el fuego. . . Invertí mis ahorros en ropa y zapatos que compré en Peri-Coapa. . . Por amarte daría mi vida. . . Cambié de salón y me volví popular. . . Solo por besarte.

Enrique Iglesias me sacó del hoyo emocional y reparó mi corazón traicionado de adolescente. Lo mismo hizo con Guadalupe Cepeda, la mujer de Los Ángeles California que debió sentirse sola y poco valorada para creer que vivía un romance en la vida real con el cantante.

En la entrevista que varios medios de comunicación replicaron, Guadalupe llora mientras su esposo declara que los estafadores se aprovecharon que su mujer “es mayor”.  Tik Tok se divide entre quienes usan el audio donde la señora de sesenta y tres años le pide una explicación a Enrique y los que se sienten con derecho moral para juzgarla.

Yo, imagino al esposo sentado todas las tardes frente al televisor sintonizando algún canal deportivo con una Coors fría en la mano y una rebanada de pizza de pepperoni con extra-queso sobre su panza, mientras su mujer vive una experiencia religiosa. En ese cuerpo que eructa de satisfacción, en esa boca amarga, en esas manos olorosas a tomate y albahaca, alguna vez hubo lugar para su mujer.

 

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