Encuentro cierto placer culposo en orinar con la puerta del baño abierta; suelo hacerlo cada que puedo, incluso en restaurantes o baños públicos.
Mi madre solía decirnos que cerrar una puerta ya fuera de la recámara, el baño o la cocina, era una sugerencia pecaminosa (como si el sexo requiriera forzosamente del encierro), una declaración poco hospitalaria (usted es bienvenido hasta aquí) o ya poniéndonos muy paranoicos, el inicio de una revuelta contra el sistema.
Tampoco aprendimos a tocar puertas para anunciar nuestra presencia. Cada habitación era de alguien y de todos, no había pertenencia. La recámara principal la usábamos durante la tarde para ver las novelas y sólo era de papá y mamá a la hora de dormir. Yo compartí habitación primero con mi hermana mayor y después con la menor, todo a partes iguales: tres cajones para ella y tres para mí, tres repisas para ella y tres para mí, lado izquierdo del clóset para ella y lado derecho para mí.
Mi hermano al ser el único descendiente hombre, varón, masculino, dícese del heredero cuyo reino no tendrá fin, tuvo una habitación propia apenas dejó la de mis padres. Desde entonces, aprendió a atorarla con lo que tuvo a la mano: un cesto de basura, un coche de juguete y ya más grande, con una pesa de tres kilos de la época en que a papá le dio por hacer ejercicio viendo el noticiero de las diez.
Había solo un baño para los hijos, El Baño Rosa. Ciertos accidentes impúdicos de la adolescencia nos obligaron a dejarlo de usar como bodega y respetar para lo que fue hecho toda vez que nos tocó —a mis hermanas y mi abuela—ver las nalgas tristonas de mi padre mientras orinaba antes de ducharse.
Antes de ello existió otro momento que gritaba privacidad. Lo recuerdo como quien mira por entre los vapores de un sauna. Habré tenido ocho o nueve años cuando entré al baño como Juana por mi casa al tiempo que mi tío brincó de regreso a la tina para ocultar su pubis peludo. El tío gritó, mamá gritó y a mí se me subió por el cuerpo un calor vergonzante.
El Baño Rosa se inauguró con la menstruación o así es como lo recuerdo. Mamá nos enseñó a usar el bidet para limpiar la sangre que nos ascendió a señoritas y a guardar las toallas femeninas en el espacio destinado al botiquín.
El espejo de luces amarillas era el toque femenino que destacaba por encima de los flamencos en la tina. Miles de veces acudí a su reflejo para ser cantante, actriz o ensayar el beso que nunca le di al chico que me gustaba. La regla implícita era que se podía cerrar la puerta para hacer una cosa más no impedía que se pudiera entrar para hacer otra. De este modo, mi hermana podía estarse bañando y yo haciendo pipí o viceversa.
La primera vez que mi esposo y yo compartimos habitación dejé la puerta abierta del baño mientras orinaba. No llevaba ni medio chorro cuando gritó desde la cama, ¡cierra la puerta! Me ofendí y con un leve manotazo, calculando la fuerza exacta para no cerrarla, la emparejé.
¿Quién caga con la puerta abierta?, comentó un poco aturdido una vez que salí del baño. Sólo hice pipí, respondí molesta. Lo que sea Mónica, a nadie le gusta ver a otra persona sentada en la taza del baño. Ah, ¿no? le dije ya con un poco de vergüenza. No, o de menos a mí no, así que por favor cierras la puerta del baño como la gente normal.
Vino entonces a mi mente la confesión del mejor amigo de mi hermano en uno de esos juegos que se hacen en las fiestas. ¿Sabes cómo desenamorarte de alguien en segundos? preguntó ante la audiencia acostumbrada a sus historias peculiares. En mi salón había una chica guapísima, la más buena de toda la preparatoria; en una excursión ella se alejó del grupo y pensé que era buen momento para llegarle, el caso es que conforme me fui acercando la vi en cuclillas. . . ¡estaba cagando! . . . Güey, hasta le dejé de hablar del puto asco.
Del pu-to as-co repetí mientras me ponía el traje de baño.
No me arriesgaría, era más fácil cerrar una puerta que terminar una relación que pintaba bastante bien. Antes un baño con la puerta cerrada que dejarle a mi entonces novio la historia de cómo cortó a una novia porque meaba con la puerta abierta. Cobré venganza eso sí. Yo cerraría la puerta siempre y cuando él bajara la tapa del retrete.
Aprendí de privacidad fuera de la casa de mis padres, no lo niego. La convivencia con otros seres humanos en diferentes espacios influenció mi hábito por cerrar puertas y tocarlas antes de entrar. Sin embargo, de vez en cuando se me antoja solo porque sí, porque puedo y porque una nunca se olvida del lugar donde creció, las ganas de sentarme con los pantalones hasta el piso y dejar salir el chorro caliente libre de fronteras rectangulares y con pestillo.