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jueves, agosto 14, 2025

Sobre el olvidado arte de la ofensa

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Últimamente la conversación pública se ha vuelto rancia, vulgar, monótona: llena de lugares comunes.

Atrás, en el pasado reciente, quedó el arte de la ofensa y de la injuria.

Salvador Novo, por ejemplo, escenificó brutales pleitos con Diego Rivera.

Y ambos llevaron a su punto más alto la mentada de madre.

Novo satirizaba a Diego en sonetos geniales.

En reciprocidad, éste se mofaba de él caricaturizándolos en sus célebres murales.

Se odiaban, por supuesto, y así lo hacían sentir.

Hoy, pese a las toneladas de odio que circulan en las redes, es obvio que se perdió el citado arte de la injuria.

Hace algunas semanas salió a colación el nombre de una persona en la mesa en la que comía.

—Fulanito es un pendejo mayúsculo —dije—. ¡Un señor pendejo¡ ¡un pendejazo!

Una de las personas con las que comía protestó en nombre de las buenas costumbres.

Y me pidió que retirara mi dicho.

Me negué a hacerlo en nombre del sagrado derecho a la ofensa que tenemos todos.

Y pensé en Christopher Hitchens (escritor, polemista, filósofo, periodista), quien detestaba lo políticamente correcto.

Y es que bajo este argumento pedestre hemos convertido la vida pública en una bacinica repleta de heces pálidas y delgadas.

Ofender con gracia tiene más mérito que darle a alguien que detestamos un aletazo de caguamo en la espalda.

En las charlas de antes, las señoras descalificaban a otras señoras con el apelativo “puta”.

“Fulanita de Tal es una puta”, decían al tiempo de tomar la taza de té con el dedo meñique elegantemente estirado.

Hoy es impensable esa expresión, pues se corre el riesgo de ser denunciado por violencia política de género.

A propósito de esto, Jesús Silva–Herzog Márquez publicó las siguientes líneas luminosas que siguen teniendo una gran vigencia: “Hace unos años, el gran polemista Christopher Hitchens escribió una diatriba contra la Navidad. El quejumbroso no gruñía, como tantos otros Scrooges, contra la carga de felicidad obligatoria ni el impuesto de los regalos familiares. Sufría el mes de diciembre como la súbita invasión de un Estado unipartidista. A principios del mes ya todos los espacios eran invadidos por la misma propaganda, las mismas tonaditas se escuchaban por todas partes y un único mensaje se oía en la radio y la televisión. Hitchens denunciaba la epidemia de los villancicos y el uniforme de los ubicuos santacloses. Se trataba de ‘la colectivización de la alegría, la imposición obligatoria del júbilo’. Todo mundo celebraba el milagroso nacimiento del amado fundador y usaba su imaginación con el único propósito de interpretar la actualidad de su mensaje. ¡Ay de quien osara discrepar de la felicidad imperativa! La Navidad, sugería el provocador, convierte a Occidente en Corea del Norte. Nuestra dosis anual de totalitarismo”.

Hasta aquí la larga, pero necesaria cita.

Si en su mesa sale el nombre de un señor don pendejo, llámelo pendejo.

Sentirá de inmediato cómo el carácter mejora y cómo, sobre todo, se quita un peso abrasador de encima.

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