En el reporte de lo hallado en Casa Puebla, en una inspección realizada en 2019, hubo una parte que se denominó muy escuetamente como “extraviado”.
En esa relación cabía el mobiliario entero. Los auxiliares que fueron a hacer el inventario dejaron en claro que no había una silla en la cual sentarse. Menos aún las mesas de madera de bocote y de ébano. La platería y las copas de vino de cristal de Bohemia también habían desaparecido.
En la cava sólo quedaban vinos chilenos y argentinos de dudosa calidad, un vino con el logo del Consejo Coordinador Empresarial, dos vinos baratos (Las Moras), un Marqués de Cáceres, un Domecq y un Vino de Piedra lleno de moho.
Aunque en el inventario aparecían decenas de botellas de Petrus, Pingus, Vega Sicilia (Único), Chateu Margaux y Cheval Blanc, éstas sólo dejaron el polvo como recuerdo.
Había también en ese documento un set de cubiertos Christofle, uno más de Gumbo Spoons, y uno de Rare Whiting. Como en los otros casos, no había noticias de ellos.
Las cinco lámparas Pink Lotus —hechas a mano por Tiffany, y valuadas en 3 mil euros cada una— existían solamente en el inventario. Las dos Tiffany Studio —considerada la más cara del mundo— vivían sólo en el papel.
De la elegante sala de juntas únicamente quedó la enorme mesa pegada al piso. Los sillones de piel IKAL y el proyector BARCO —Lásser-Fósforo— (con precio en el mercado de 2 millones 735 mil pesos) desaparecieron bajo el umbral del poder y el abuso.
El reporte —de pésima ortografía— incluía esta anotación: “Faltan trez focos en los vaños y un papel igienico marca Pétalo”.
Al enterarse de las irregularidades, dos funcionarios de mediano nivel sostuvieron la siguiente conversación:
—¿Quién se chingó todo?
—¡No mames, uey! ¡Hasta los focos se llevaron!
—¡Qué cabrones!
—¡Había una podadora suiza que también se chingaron, uey!
—¡Sólo dejaron el pasto!
—Yo pensaba quedarme con un Petrus o un Chateu Margaux.
—Y yo les había echado el ojo a las lámparas Tiffany.
—¡Hay que abrir una investigación, uey!
—¡Qué poca madre! ¡Estoy shockeado!
—¡Nunca había visto esto, uey!
—¿Estaban cerradas las puertas cuando el líder sindical celebró su cumpleaños?
—¡Muy pertinente esa pregunta!
—¡Investiga, hermano!
—A lo mejor alguien vio el arca abierta y se chingó los Petrus.
—¿Y los muebles de maderas preciosas? ¡Ésos pesan un chingo!
—¿Ahí sí se requirió de una mudanza especial!
—¡Y yo que pensaba chingarme también los cubiertos!
—¡Y yo el cristal de Bohemia!
—¡Vale madres, hermanito!
En los siguientes días, las botellas de Las Moras y de Marqués de Cáceres también desaparecieron.
Los funcionarios encargados de checar que todo estuviera en orden en Casa Puebla llegaron en un Nissan a la antigua residencia oficial.
Ingresaron como si estuvieran en los tiempos idos del inmueble: con pompa y circunstancia. Estacionaron el auto cerca del helipuerto y empezaron a caminar por los jardines amarillentos.
—Una vez vine a una fiesta en tiempos de Bartlett. En la recepción estaba todo mundo: desde Pedro Aspe, el poderoso exsecretario de Hacienda convertido ahora en un hombre de negocios, hasta el campeón Julio César Chávez, a quien en ese tiempo la prensa ligaba a los Arellano Félix
—¡Claro! Julio le enseñaba a boxear a Leo Manuel Bartlett. ¿Cuántos años tendría? Era un chamaco, uey.
—Andaba en los dieciséis o diecisiete. ¿Quién lo viera hoy? Es todo un hombre de negocios. Es bueno para el billete. Vende insumos para hospitales con un tal Cortina. Es su socio. Juntos han hecho mucho dinero.
—¿Y qué fue de doña Gloria Álvarez de Bartlett, uey?
—Murió hace poco. Era guapísima. Tenía una gran belleza.
—Por cierto, uey, supe que don Jaime Aguilar Álvarez, tío de doña Gloria, anduvo en problemas económicos muy fuertes antes de morir.
—¿Qué le pasó?
—Tenía todo su dinero en un banco gringo que terminó quebrando.
—¿Cómo?
—¡Perdió como seis millones de dólares, uey!
En el helipuerto, surgió una nueva historia de Bartlett.
—Un periodista escribió que aquí se venía don Manuel cuando tenía insomnio. A eso de las cuatro de la mañana. Daba vueltas y vueltas en círculo. Él solo. Con las manos hacia atrás, en la espalda. El pinche periodista decía que sus demonios no lo dejaban dormir. (Risas).
—Yo vine a varias fiestas en tiempos de don Melquiades Morales, uey. Aquí se casó David Villanueva con Vero Morales, su hija, la notaria.
Ingresaron a la zona de las oficinas muy sigilosos. Había polvo por todos lados. Un silencio sordo era el único ruido. Se metieron al que fue el privado de Moreno Valle. No había un solo mueble. Sólo papeles tirados. Un olor a humedad se metía por todas partes.
—Aquí despachaba Rafael. Tenía unos muebles de lujo el cabrón. Quién iba a decir que hoy está muerto.
—Un día me regañó bien culero, uey.
—¿Te aventó algún celular?
—¡Me bajó de su camioneta a las tres de la mañana! Veníamos de México el chofer, Medrano, ese cabrón y yo. De pronto, me preguntó un dato. Yo venía adormilado. No supe de qué me hablaba. Me empezó a gritar y a exigir que le dijera no sé qué madres, uey. Y que le dice al chofer que se detuviera. ¡Y que me baja, uey! ¡Y que se arrancan! Hacía un chingo de frío. Y ahí tienes a tu pendejo caminado horas y horas. De suerte no me asaltaron. ¡No sabes cómo lo odié! ¡Lo odié con todas mis ganas!