Tengo un oficio complicado que me hace perder amigos de vez en cuando.
Sé que quienes tundimos teclas diariamente tenemos la obligación casi moral de no tener amigos, o amigos ligados al poder financiero y político.
Es imposible.
Hay algo en el alma y en el cuajo que nos hace humanos (o casi humanos), y que tiende puentes con otros de algo que podría configurar una amistad.
La amistad entre los políticos y los periodistas es imposible, dicen los puros.
O debiera serlo.
Pero no conozco un solo caso de alguien que domestique su oficio a ese grado de poca humanidad.
Yo fui amigo de la familia Giorgana Jiménez durante muchos años, pero de pronto algo se quebró entre nosotros.
Siempre lo he lamentado.
Y en esa espiral dejé de tener cercanía, por ejemplo, con la maestra Pilar Jiménez de Giorgana, a quien conocí y traté en los años ochenta.
Todos sabíamos en Huauchinango que en la calle Santos Degollado estaba el centro del poder.
Ahí vivían los Jiménez.
De ahí surgían los candidatos a presidentes municipales y diputados locales.
Ahí se armaban las listas de los regidores.
Y qué decir de posiciones claves como la Tesorería municipal.
De ahí también salían las listas de los delegados de Tránsito, los nombres de los jueces y de los ministerios públicos, y los directores de las más importantes escuelas de la región.
Una vez que don Guillermo Jiménez Morales llegó a la gubernatura de Puebla, don Alberto, su hermano, perdió cierta influencia.
Y es que, pese a ser hermanos, entre ellos siempre existió una natural competencia política.
Durante ese sexenio, la maestra Pilar logró que el gobernador rehabilitara una parte del exconvento —en el que estaba asentada la escuela Guadalupe— y la convirtiera en la Casa de la Cultura.
Fueron años felices.
La actividad de esa institución fue inusitada.
(Para entonces la maestra, en su papel de directora, me había nombrado coordinador de la misma).
Armamos 28 talleres de todo tipo, montamos exposiciones delirantes —el gran pintor oaxaqueño Rodolfo Morales llegó a inaugurar una retrospectiva de su obra—, y cincuenta de los mejores pintores y escultores más jóvenes de Mexico acudieron a celebrar una enorme muestra que culminó con un concierto de rock en el viejo hotel Rex.
Fundamos igualmente un cineclub, una compañía de teatro, una de danza, y la gente se volcó en ese espacio de manera cotidiana.
Me tocó ver cómo la maestra pagaba de su dinero las estancias de los grupos de teatro que llegaban a presentarse.
Y aunque en ocasiones no estaba de acuerdo con la participación de algunos grupos artísticos, siempre —en su enorme generosidad— respetó mis propuestas.
Pero algo cambió cuando el gobernador Mariano Piña Olaya llegó a Casa Puebla.
De entrada, don Alberto —con quien hice una amistad fuera de serie— recuperó el poder regional pero ahora desde el centro del estado, en tanto que la maestra fue nominada candidata a la presidencia municipal.
(Yo hacía en la XENG, desde 1982, un noticiero llamado Tiempos Modernos, que se convirtió en El Ferruco al paso del tiempo).
La maestra me escuchaba en ocasiones, y, aunque su gente conspiraba en mi contra, ella siempre respetó mi línea editorial.
No le gustaba, pero jamás me dijo nada.
Su llegada a la Presidencia Municipal nos separó.
Mi noticiero, ahora sí, no era bien recibido en Degollado 6.
(Lo mismo pasó con el bisemanario Cambio de la Sierra, que yo dirigía, y mi columna El Ferruco).
Los conspiradores se impusieron, y una insana distancia se metió entre nosotros.
Era un hecho: yo era incómodo para su administración.
Tras sufrir varias censuras radiofónicas —incluida la de Manuel Bartlett Díaz, secretario de Gobernación durante la Caída del Sistema—, migré a Puebla gracias a la generosa invitación de Fernando Alberto Crisanto, quien me nombró productor del noticiero Hechos, en SÍ-FM.
(En esa estación también dirigí, produje y conduje un programa que hizo época: Las Intimidades Colectivas. A veces tuve como co–conductora a Beatriz Gutiérrez Müller. Tanta expectación y polémica generó el programa que el mismísimo arzobispo Rosendo Huesca pidió desde el púlpito la desaparición del mismo).
El pasado 19 de septiembre cumpliré 34 años de vivir y trabajar en Puebla.
Recuerdo el día de mi exilio con una precisión quirúrgica.
Vivía en la calle Corregidora número 39 (antes 17), en Huauchinango.
Me desperté temprano, fui al jardín central a conversar con Eduardo Fuentes de la Fuente —quien se mantenía en huelga de hambre por lo que consideraba actitudes autoritarias de la maestra Pilar Jiménez—, grabé una breve entrevista con él, subí por la calle Cuauhtémoc, doblé en Matamoros, y entré a la estación de radio —la XENG— para transmitir mi último programa de El Ferruco.
Me despedí con nostalgia.
Terminaba un ciclo brutal en mi vida.
Había regresado a Huauchinango en los años ochenta después de que a los siete años de edad me había mudado, con mis papás y mis hermanos, al Distrito Federal: ese horrible nombre con el que se conoció, durante muchas décadas, a la Ciudad de México.
No volví a conversar con la maestra.
Un par de veces la saludé en la casa de Rocío García Olmedo.
Eventualmente me enteraba de su vida —gracias a mis comidas con mi querido Carlos Franco Díaz, su yerno—, y recordaba con nostalgia los años que compartimos batallas en la Casa de la Cultura.
El ingeniero Jesús Rodríguez Dávalos me escribió la noche de este miércoles vía WhatsApp para informarme de su muerte.
Un dolor agudo atravesó mi alma (y mi cuajo).
Y no pude evitar algunas lágrimas.
Escribí unas líneas en mis redes sobre ella con un nudo en la garganta.
Pensé en Víctor —con quien me unió una gran amistad durante muchos años— y en sus queridas hermanas.
Lamenté no haber retomado nuestras conversaciones, nutridas de consejos sabios y de la generosidad que siempre cultivó.
Me quedo con lo mejor de la maestra: su porte elegante, su risa franca, su vocación de servicio, su inteligencia educada en el amor a Huauchinango.
Sé muy bien que en algo coincidiríamos, además del cariño recíproco y la amistad interrumpida por terceros: en la indignación por ver nuestra ciudad deshecha, abandonada, tan lejos de lo que fue en los años que ella contribuyó a forjarla.
Descanse siempre en paz al lado de mi querido doctor Giorgana.