Mientras la presidenta Claudia Sheinbaum hablaba, el expresidente López Obrador envejecía en su escaño.
Envejecía, sí, y se hundía lentamente.
Igual que le pasó a Enrique Peña Nieto cuando un AMLO poderoso daba su primer discurso como presidente de México.
¿Qué tiene ese sillón que hace ver tan devaluados a quienes se sientan en él?
La verdadera Claudia Sheinbaum empezó a nacer cuando le pusieron la banda presidencial, que lució impecable sobre el hermoso vestido tejido a mano por una artesana de Oaxaca.
Pocas veces la banda había lucido tan bien.
Y la presidenta sonrió, y ofreció un discurso perfectamente bien escrito, y mejor leído.
Algo en sus ojos empezó a cambiar.
(Su mirada tomó una fuerza inédita).
Algo en su porte se movió de lugar.
Ya no era la candidata que quería agradar a su jefe.
Ya no era la acólita que auxiliaba en la misa a su pastor.
Se convirtió, en cosa de cuarenta minutos —lo que duró el discurso—, en la mujer llena de poder que abandonó San Lázaro entre abrazos, selfies, juramentos de amor y lambisconerías.
¿Qué tiene el poder que todos quieren bailar con él?
Esta vez, por cierto, no trajo la cola de caballo que la acompañó durante meses.
Un chongo a lo Josefa Ortiz de Domínguez se impuso en su protocolo.
Y lejos de endurecer su rostro, dejó ver una expresión genuina, pero llena de poder: ese poder que, cuando menos en la imagen, dejó de tener López Obrador en cuanto se sentó en su escaño.
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La diputada Ana María Lomelí olvidó su investidura y actuó como escolta de Claudia Sheinbaum cuando ésta entró y salió de San Lázaro.
Daba órdenes, empujaba, se metía entre sus compañeros comisionados para recibir y despedir a la nueva presidenta.
Detrás suyo, la senadora Andrea Chávez buscaba la foto y el abrazo, pero sólo obtuvo una mirada de desdén.
López Obrador bajó del viejo Jetta blanco —propiedad de Beatriz Gutiérrez Müeller— metido en uno de los trajes sencillos y modestos que lo han acompañado en estos años.
Traje oscuro, camisa blanca, corbata roja.
Y un paso lento, acompasado, de la mano de su esposa.
La diputada poblana Claudia Rivera fue la primera en saludar al presidente.
Luego, una vez que la comitiva enfiló hacia el interior del Congreso, abordó a nuestro personaje con palabras e intentos de abrazos, pero éste —metido en sus pensamientos— simplemente la ignoró.
Entonces ella, siempre sonriente, caminó detrás suyo durante el tortuoso camino —saturado de abrazos y de selfies— rumbo a la zona en la que ya se encontraba Ifigenia Martínez, quien a sus 94 años de edad preside la Cámara de Diputados.
Y pese a los empujones, la exalcaldesa de Puebla se mantuvo firme, como una escolta más, detrás del hombre que encabezó este país durante casi seis años.
Por cierto: Beatriz Gutiérrez Müeller dejó con la mano extendida a Claudia Rivera en el momento de la recepción, pero a tiempo corrigió lo que pareció un gesto desdeñoso.
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López Obrador llegó por fin a lo más alto de la Cámara.
Y de inmediato lo abordó un adulador Gerardo Fernández Noroña, quien empezó a cubrirlo de elogios: “¡Déjeme darle un abrazo, compañero presidente!”, pero AMLO, metido en sus pensamientos, simplemente lo ignoró.
Y de reojo, mientras saludaba cariñoso a doña Ifigenia, vio a una odiada enemiga: Norma Piña, presidenta de lo que queda de la Suprema Corte.
Ambos se ignoraron con una enjundia brutal.
No se saludaron ni de lejos.
En contraste, Claudia Sheinbaum se acercó a ella y la saludó de beso, beso que correspondió, sonriente, la gran solitaria de San Lázaro, aunque por momentos recibió los abrazos y la solidaridad de los diputados del PAN, quienes hicieron una fila para contrarrestar las decenas de salutaciones que enfrentó el expresidente.
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Durante los primeros minutos de su discurso, la presidenta le rindió un homenaje al expresidente.
Y a lo largo de la ceremonia, reconoció virtudes y programas.
“Andrés Manuel —dijo en un momento—cambió el modelo de desarrollo del país”.
Después de eso, ridiculizó y exhibió a dos expresidentes: Ernesto Zedillo y Felipe Calderón.
Y se lanzó con todo en contra del Poder Judicial.
“Corruptos”, fue lo menos que les dijo.
A las 12:20, la presidenta, llena de poder, culminó su discurso.
Dos mujeres cadetes —o “cadetas”, como pidió la presidenta— mantuvieron de pie a doña Ifigenia cuando fue coreado el himno nacional.
Y una vez que el expresidente se despidió, vino la parafernalia.
Todos subieron a tomarse selfies con nuestra “personaja”.
(Desde que inventaron las selfies se acabó la civilidad).
Y en ese ir y venir —pésimamente captado por el Canal del Congreso—, ignoró a Cuauhtémoc Blanco y a Sergio Mayer.
Es decir: evadió sus abrazos, aunque cedió a las selfies.
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José María Tarriba, esposo de la presidenta, siempre se mantuvo de lo más discreto.
Durante los recorridos de ida y vuelta, se ocultó de las cámaras.
Y ya en San Lázaro, con gesto enfáticamente sobrio, no participó del maremagnum, cosa que habla brutalmente bien de él.
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El bastón de mando, ufff, parece que ahora sí cambiará de mano.
Los dados mandan Escalera Doble.
La semana amenaza lluvia.