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lunes, septiembre 16, 2024

Extraños compañeros de alcoba

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El presidente López Obrador y Benito Juárez tienen sus habitaciones en Palacio Nacional.

La del primero está en una zona que habilitó su odiado Felipe Calderón.

La del Segundo se halla en la zona histórica de Palacio.

Una está habitada, la otra también, pero por el fantasma del benemérito.

Andrés Manuel López Obrador es un hombre emblemático y lleno de símbolos.

Su larga carrera como luchador social lo marcó de por vida.

Los Éxodos por la Democracia, caminando de Tabasco a la ciudad de México, curtieron su alma y su piel.

Quizá en esas jornadas en las que terminaba con los pies llagados se forjó una idea: la de ser un continuador de la obra de Juárez.

“Cuánta falta nos hace Benito Juárez”, reza una canción basada en La Paloma, la pieza favorita de la emperatriz Carlota.

López Obrador se tomó muy en serio ese verso, y le dio, a lo largo del sexenio que está por terminar, por devolverle al pueblo de México esa figura, renovada.

En el excelente libro de Enrique Krauze sobre los liberales mexicanos del XIX —“Siglo de caudillos”— hay una escena que retrata a Juárez y, en consecuencia, a López Obrador:

La hija del entonces gobernador de Oaxaca le negó una pieza de baile a un estudiante pobre argumentando que se sentía indispuesta.

Inmediatamente después aceptó la invitación de un estudiante rico.

Don Benito se interpuso y le dijo a éste que su hija no bailaría con él.

Luego le reprochó a ella el desdén cometido.

Finalmente se acercó al estudiante pobre —y rechazado—, y le dijo que su hija ya se sentía bien para bailar.

Y así ocurrió.

Así era Juárez.

Así es López Obrador.

Metafóricamente hablando, el presidente prefirió que su hija —la Cuarta Transformación— bailara con el estudiante pobre —equivalente del pueblo bueno y sabio—, en demérito del estudiante rico (símbolo inequívoco de los fifís).

A Juárez y a López Obrador los unen varias cosas: los orígenes humildes, la fobia a los ricos (aunque algunos son sus asesores, en particular Carlos Slim), la modesta medianía, el gesto hierático, la tozudez, la perseverancia…

En medio del bullicio de la noche del 30 de septiembre próximo, ya sin la banda presidencial, seguramente López Obrador respirará profundo y pensará en el Benito Juárez —muy afrancesado, muy de guante blanco— que pintó Tiburcio Sánchez de la Barquera.

Y es que su gobierno se inspiró de principio a fin en el de Juárez.

Y quiso convertirlo en una epopeya nacional.

O cuando menos, en eso se empeñó.

Hoy por hoy, a 27 días de que deje la Presidencia, ambos son dos extraños compañeros de Palacio.

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