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martes, septiembre 23, 2025

¿Estás loca? ¿Estás pendeja? ¿Estás loca y pendeja? (Crónica de una desgracia)

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Tengo una cita para comer en la Ciudad de México a las 3:30 en un restaurante de las Lomas de Chapultepec.

Tomo mis previsiones.

Subo al autobús a las 11:40.

Primera falla: no hay internet.

La empresa lo promete, pero no lo cumple.

Y si no hay internet, el mundo corre más lento.

Es como un regreso al pasado.

Una vuelta a los años setenta, por ejemplo.

Segunda falla: el chofer decide que todos los pasajeros —el camión, impecable, va lleno— debemos escuchar el sonido de una película de Ana Claudia Talancón.

En viajes anteriores, sólo los pasajeros que se colocaban los audífonos escuchaban los diálogos de la película programada.

En esta ocasión no es así.

Todos tenemos que escuchar los diálogos de una película tonta de Ana Claudia Talancón.

Hace algunos años, ella fue el símbolo sexual de una generación.

Hoy ya no es así.

Los años han pasado.

Ha perdido esa chispa en los ojos.

Y el vuelo de la cadera.

La cintura, en consecuencia, no es la misma que tenía la catequista que se dejó seducir por el padre Amaro.

Las nalgas, ufff, se han ido a otro lado.

Sigue siendo bella, pero de un modo distinto.

Y la película que todos escuchamos —para desgracia de algunos— exhibe su decadencia.

Es decir, quiero decir, los diálogos que oímos son los de un reverendo churro.

Intento leer ‘El destino de un gato común’, de Álvaro Pombo, el más reciente Premio Cervantes.

Imposible.

La voz de Ana Claudia Talancón, o las de sus compañeros en desgracia que la acompañan en el film, impiden la concentración.

Tercera falla: antes de llegar a la caseta de cuota, el tránsito se vuelve lento, inasible.

Avanzamos treinta metros en diez minutos.

Luego nos quedamos varados.

Minutos después, avanzamos otros diez o veinte metros.

Y así sucesivamente.

A la deriva.

Con la película de Ana Claudia Talancón a todo lo alto, sin internet, y con el autobús, impecable, parado en el abismo.

Una hora dura esta última tortura.

Por un pasajero me entero de que todo se debe a una obra en proceso.

¿A quién se le ocurre arreglar la autopista Puebla—México a la hora de mayor tráfico?

A un imbécil.

Pienso en el diálogo de una brutal obra del escritor Guillermo Sheridan.

“—¿Estás loca? ¿Estás pendeja? ¿Estás loca y pendeja?”.

Eso debería aplicarse al imbécil que decidió que la hora de mayor tráfico era la ideal para hacerle arreglos a un tramo de la autopista.

No puedo leer ni dormir porque el chofer decidió que todos los pasajeros teníamos que tragarnos el churro de Ana Claudia Talancón.

Tampoco puedo meterme a mis redes porque el autobús impecable, moderno, carece de conectividad —qué palabra tan horrible— a internet.

Y lo peor es que los datos Telcel de mi celular suelen ser inservibles cuando se requiere.

Un fraude.

Entiendo por qué Carlos Slim es el hombre más rico de México.

Y confirmo, también, que el 5G no existe en México.

(Eso me lo dijo un amigo que vive en Nueva York).

Para entretenerme en algo, miro por la ventana a los conductores de autos, camionetas y tráilers (que transportan huachicol).

También están varados.

Y tienen una cara de hastío como la que tenemos los cuarenta pasajeros que habitamos el infierno de este autobús impecable que en teoría tendría que viajar a la Ciudad de México.

Digo “en teoría”, porque lo que no avanza no viaja.

Está estacionado en un punto ciego.

No se mueve.

La donna é mobile, sí, pero nosotros no.

Somos una desgracia en el camino.

El accidente de una raza imperfecta.

Los renglones torcidos de un Dios que es como el tipo que decidió arreglar un tramo de la autopista Puebla–México a la hora de mayor tránsito.

 

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