Esta columna cumple el miércoles 28 de mayo una edad emblemática: 29 años de publicarse todos los días.
(Todos los días hábiles, que ya es mucho).
No haré la historia de cómo nació porque ya la he repetido hasta el cansancio, pero sí recordaré a mi siempre entrañable Carlo Pini, quien me puso el balón para que yo chutara.
El periodismo es un espacio mezquino.
Por eso, lo que hizo Carlo cabe en la palabra generosidad.
Escribir diario es algo que hago desde los dieciséis años, cuando escribía versos en una Olivetti que ya descansa en paz.
A los veinte quise escribir una novela.
Todos los días tecleaba, en un hermoso y pequeño estudio situado en Coyoacán (calle San Francisco 27 bis), y no pasaba de describir a una persona que iba caminando por un tianguis de libros y de pronto se encontraba un viejo ejemplar de Crimen y Castigo.
Veinte páginas después, a ese personaje le surgía una idea.
Y en la página 44, tenía un breve diálogo con la chica que atendía el puesto de libros, y una erección.
Ese intento de novela desapareció con el tiempo, igual que dos libros de poemas, inéditos, que fueron destruidos por manos poco generosas.
No obstante, perseveré en la escritura.
Hice guiones de cine (uno sobre los personajes de Eleanor Rigby, una hermosa canción de Lennon y McCartney), y guiones de radio (primero, en la entrañable Radio Educación, y luego en la también entrañable XENG, de Huauchinango. Más tarde, para SÍ-FM, en Puebla, donde dejé una parte de mi corazón).
También escribí obras de teatro (ocho o nueve, montadas todas), poesía, cuentos, algunas novelas, y una columna política: la que el hipócrita lector tiene ante sí.
29 años después, sigo escribiendo.
Es lo primero que hago al despertar.
No concibo la vida sin las letras.
Leo y escribo todo el tiempo.
Primero redacto mentalmente sin proponérmelo.
De pronto, en medio de una comida o de una conversación, descubro que a la par de eso estoy escribiendo.
No lo puedo evitar.
Fui amante del punto y seguido (.), hasta que descubrí la coma (,).
Cosa curiosa.
El punto y seguido es como nadar en una alberca de cincuenta metros de largo y 25 metros de ancho.
¿Qué se requiere?
Un suministro constante de oxígeno a los músculos.
El tiempo me hizo descubrir que la escritura tiene que ver con la respiración.
Uno escribe como respira.
Y el punto y seguido es el mejor guía para eso.
De pronto, leyendo a Javier Marías —con sus maravillosas frases largas y complejas— descubrí el maravilloso mundo de las comas.
¿Qué hacen las comas?
Sirven para conectar ideas y, sobre todo, para construir lo que Javier Marías hacía muy bien: complejas escrituras sintácticas.
La coma hace que la respiración de la escritura sea más fluida.
Hay quienes respiran como hablan.
Hay quienes hablan sin respirar.
Y eso se nota.
Hay quienes tienen más prisa que prosa.
(La nata siempre sale a flote, sí, pero la caca inevitablemente flota).
La nata es el lenguaje reinventado.
La caca, ufff, es el vulgar lugar común, tan recurrente en muchos.
Escribir diario es como correr diario, con una diferencia: lo escrito se queda para siempre.
Perseverar en la escritura es lo único que tengo seguro.
Entre más escribo, mis letras se vuelven inevitablemente breves.
O menos retóricas.
Llegará el día, como lo hizo Tito Monterroso en un cuento, que una columna completa quepa en una línea.
Ese día, por fin, me sentiré un Balzac.
Nota bene: hay lectores que me acompañan desde hace veintinueve años.
Sepan, oh, amigos, que por ustedes escribo.
No tengo mejor forma de pagar tamaña generosidad.