Murieron el mismo día.
Y mucha gente lamentó su pérdida.
Una fue profesora universitaria, muy respetada, que terminó su vida laboral en el Tribunal Superior de Justicia.
Nuestro personaje, en cambio, irrumpió en las redes sociales —en particular en Facebook— en 2006, una vez que surgió el affaire Marín-Cacho.
Se hizo llamar de dos maneras: Jennyfer López y Carmen Serdán Alatriste.
Luego, después de una implacable censura en Facebook, agregó el “Compa” a su seudónimo.
Jennyfer empezó a publicar mucha información inédita en el contexto del caso Marín, por lo que pronto se volvió un referente singular.
En mis columnas de aquellos años, la citaba regularmente, y eso generó una conversación continua con ella a través de Messenger.
Cruzábamos datos, nombres, historias…
Parecía saber todo.
Sólo alguien cercana al poder y a ese grupo podía saber tanto.
Además, dominaba el lenguaje de los abogados.
Una vez me llamó por Messenger.
Cuando apareció su nombre en mi celular, dudé por un momento de que fuese ella.
Le contesté titubeante.
Pero su voz sonora me hizo saber que no había sido hackeada.
Una de las primeras cosas que le pregunté fue si había sido compañera de generación de Mario Marín.
Lo negó tres veces.
—Hablas como abogada —le dije.
—¡Yo sí estudié, cabrón! —fue la respuesta.
Cosa curiosa: cada vez que hablaba del gobernador Marín se refería a él como “Mario”.
Muy familiarmente.
Jennyfer fue, sin duda, una de las críticas más consistentes y severas del exgobernador a través del blog “El Góber Precioso”.
Fue tanta su influencia en esos años que el poder local buscaba con lupa su verdadera personalidad.
Varias veces me preguntaron por ella algunos de los hombres cercanos a Mario Marín.
Y hubo quienes dijeron que yo era el autor de dicho blog.
A ella le divertía esa confusión y varias veces bromeó con eso.
Una vez que publiqué mi novela “Miedo y asco en Casa Puebla”, me habló por Messenger para agradecerme que la hubiese incluido.
No podía ser de otra manera, le dije: fuiste un personaje emblemático de esa trama.
Luego me confesó que acudió a la presentación que hice de mi libro en el Salón de la Reina de Bodegas del Molino.
En su tono bronco, pero amoroso, me dijo:
“¡Cabrón, casi no entro! ¡Había un chingo de gente!”.
En efecto: quinientas personas saturaron el lugar.
Ahora que una amiga me contó que Jennyfer López había muerto, sentí una tristeza infinita.
La tristeza que se siente cuando muere alguien muy cercano.
Una vez que publiqué unas líneas muy sentidas sobre ella (la mujer que incendió Facebook en aquellos años), otra amiga me envió la foto de una abogada que acababa de morir.
(Jennyfer y ella se fueron el mismo día y a la misma hora).
Su nombre: María Guadalupe Hernández Trujeque.
“Es Jennyfer”, acotó.
De pronto se me vino su rostro a la memoria.
Recordé su voz y esa carcajada con la que rubricaba una infidencia.
Traté de recrear esa voz viendo la foto.
Y sí, inevitablemente sentí que había un lazo entre una y otra.
“Es Jennyfer”, me dije.
Dudé en hacer referencia a ella, pero una vez que jamás estuve personalmente frente a ella —eso creo—, no cometo infidencia alguna al publicar su foto y su nombre, y en dedicar esta columna a dos mujeres valientes, brillantes y hermosas.
El secreto del anonimato de Batman consistió en que Bruno Díaz (o Bruce Wayne) no diera la menor pista de su verdadera personalidad.
Jamás hizo gala de las victorias de Batman sobre el Pingüino o el Guasón en la mesa familiar, o en las innumerables mesas sociales a las que acudía.
Clark Kent pudo haberse vanagloriado de ser el héroe de mil triunfos sociales, y así conquistar a muchas Luisas Lane, pero se abstuvo en nombre de un extraño sacrificio: el de mantener vivo a Supermán.
Lo mismo hizo nuestra querida Jennyfer.
O, mejor dicho, nuestra amada maestra María Guadalupe Hernández Trujeque.
(“Un gran poder conlleva una gran responsabilidad”, diría mi querido y admirado Iñaqui Suárez Ochoa en su papel de El Hombre Araña).
“Lupita”, como le decían sus colegas y alumnos, tuvo que guardarse durante años el orgullo de ser la mujer que incendió Facebook en el contexto de una trama brutal.
Me la imaginó en su oficina del Tribunal Superior de Justicia guardándose su anonimato con una modestia envidiable.
Como Bruno Díaz, como Clark Kent, como Peter Parker, Lupita Hernández Trujeque hizo una cuidadosa manipulación de su vida pública para parecer una persona común y corriente que no tuviera el tiempo ni la inclinación de ser un vigilante en favor de la gente.
Se dice fácil.
No lo es.
Lupita—Jennyfer—Carmen Serdán cruzó el Aqueronte —el río mítico que conecta el mundo de los vivos con el Más Allá— con una dignidad maravillosa y poco común.
Descansa siempre en paz, querida amiga.
Nota bene: Hoy me entero de que Lupita–Jennyfer–Carmen y Mario Marín nacieron el mismo año (1954) y con unos días de diferencia: ella (ellas), el 14 de mayo; el exgobernador, el 28 de junio.
Con esto se confirman mis sospechas de la cercanía imaginada y la familiaridad con la que se refería a él.
Ufff.
¡Qué historia, qué trama, qué moraleja!