Los aspirantes a periodistas en México podemos injuriar, humillar al contrario, hacer uso de nuestra libertad de expresión, defenestrar, lanzar por la borda de un yate (metafórico) a cualquiera, pero no aceptamos que la contraparte nos toque con el pétalo de una infamia.
Siempre he pensado que la prensa mexicana es la zona más abyecta —la menos transparente— de la vida pública del país, y que los periodistas tenemos licencia para matar.
Eso nos da otras canonjías que no queremos que sean eliminadas: la del silencio abyecto del agraviado.
No entiendo por qué la parte ofendida no puede defenderse con adjetivos similares a los que usamos para vapulearlos.
Queremos de ellos el sometimiento, la lengua corta, el brazo mutilado, la expresión hipócrita.
Sólo en esa tesitura, con esos matices, queremos las réplicas.
Cuando quien se siente agraviado por nuestros dichos nos enfrenta con las mismas armas del lenguaje, nos desgarramos las vestiduras, nos tiramos al piso y nos decimos víctimas de una estrategia, ruin, para debilitar la libre expresión.
Sobran ejemplos.
A la ausencia de cultura del debate le hace falta un poco de lengua a la veracruzana, un higadito rebozado con cebollas, algunos tacos de cachete y de ojo y una cemita de cabeza.
El abajofirmante tiene todo el derecho de responder con la misma resortera, aunque su réplica provenga de una oficina pública.
¿Dónde está escrito que no deba ser así?
Sólo en las aldeas se da el silencio ominoso que pretenden algunos.
Bienvenido el debate con todo y adjetivos y descalificaciones metidos en argumentos inteligentes.
Lo demás es silencio.
Y eso sí es ominoso.