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sábado, septiembre 7, 2024

El día después de la batalla por el aborto

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Este martes, Puebla amaneció un poco más libre, menos arcaica, más moderna, menos anquilosada, más liberal, menos conservadora.

Los hijos de la Edad Media terminaron convertidos en auténticos porros del lenguaje, del chantaje político y sentimental, de las amenazas veladas.

Los empujones propinados ayer en contra de varias diputadas por decenas de fanáticos —con rosarios en mano y rezos murmurados—, dibujaron muy bien el antes y el después de esta Puebla levítica, que —oh, dioses— amaneció menos levítica que de costumbre.

La polarización, hay que decirlo, se vivió intensamente en los últimos días, pero no llegó a la cotidianidad donde nos movemos todos.

Quienes vaticinaron una guerra de castas se quedarán aullando solos, divididos, exhibidos en sus delirios locos.

Lo que vimos ayer vivirá en la memoria colectiva durante un buen tiempo, hasta que, inevitablemente, cambie el tema de la conversación.

Pero cuando eso ocurra, sabremos que luchas como las de este lunes nos habrán convertido en una sociedad más educada, más libre y brutalmente más humana.

Un abrazo a las activistas que lograron el cambio.

 

 

El Sabio de la Aldea. El abogado Ernesto Ramírez es un jurista de los que le hacen falta a este país de ‘licenciados’.

Ahora que está por cocinarse la reforma al Poder Judicial, Ernesto tendría que ser considerado para los cargos que serán votados.

Nuestro personaje lo mismo podría ser magistrado federal que ministro de la Suprema Corte.

Y lo digo sin exagerar la nota.

Conversar con él es ingresar a un espacio lleno de señales, pausas, matices y sílabas quemadas.

Ernesto honra el arte de la conversación porque sabe que en ese tránsito no caben los signos rotos.

Caben las dudas, por supuesto, pero no los titubeos.

En su charla aparecen lo mismo personajes como los boxeadores Márquez y Pacquiao, que relatos brutales sobre la Teoría de la Nada, con la que el abogado Ramírez revocó —durante la alcaldía de Enrique Doger— la arbitraria concesión de Citelum otorgada por 15 años por el tristemente célebre Luis Paredes Moctezuma.

Dicha teoría, por cierto, le da pie a Ernesto para elogiar a su autor: el abogado Ernesto Gutiérrez y González, profesor suyo a quien le guarda una genuina admiración.

Todo esto viene a cuento porque Ernesto Ramírez acaba de ser honrado con la entrega de la copia de la Cédula Real y la Real Provisión de la Ciudad de Puebla.

En este tiempo de canallas, donde sólo se celebran las desgracias ajenas, es justo vencer la mezquindad que se respira para honrar, aunque sea con unas cuantas sílabas quemadas, a los sabios de la aldea.

(‘Aldea’ en el sentido mágico de cultivar —en este caso ideas—, no en el sentido peyorativo que los verdaderos aldeanos le dan).

Su generosidad y sencillez se cruzan con una mente luminosa que vuelve inolvidables las mesas en las que oficia su conversación.

Dije oficia, del verbo oficiar, ligado a las celebraciones litúrgicas, aunque en el caso de Ernesto no hay artificios de pompa y circunstancia.

Menos aún, una solemnidad chata y aburrida.

Cierro estas líneas —qué mejor— con unos versos del poeta Octavio Paz, tan necesario en estos tiempos convulsos:

 

Hablamos porque somos

mortales: las palabras

no son signos, son años.

Al decir lo que dicen

los nombres que decimos

dicen tiempo: nos dicen.

Somos nombres del tiempo.

Conversar es humano.

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