En septiembre de 1998, Roberto Rock, director de El Universal, me envió al municipio serrano de Motozintla, Chiapas, a cubrir la tragedia que envolvía a esa población debido a que las intensas lluvias provocaron el desbordamiento de los ríos La Mina, Tuixcum y Chelaju, lo que provocó a su vez la destrucción de más de 150 casas y varias escuelas.
Unas siete mil personas fueron reubicadas.
Y alrededor de veinte municipios quedaron sin energía eléctrica al derrumbarse dos torres del tramo Mapastepec–Tapachula, a consecuencia de lo cual enfrentaban problemas para la distribución del agua potable.
Roberto Rock me dio el teléfono satelital de Juan Francisco Ealy Ortiz en su legendaria oficina de Bucareli, a unos pasos de Paseo de la Reforma.
Era un maletín como los que usaba James Bond para transportar bombas letales.
Rock me dijo: “Te puedo decir que debes salir mañana mismo, aunque ignoro cuando volverás”.
Dejé la cobertura que estaba haciendo para El Universal Puebla de las elecciones a la gubernatura —que culminarían en la primera semana de noviembre con el triunfo de don Melquiades Morales— para irme a esa aventura periodística.
Mi compañera de la misma fue una reportera joven, guapa y tenaz: Lucero Ramírez.
Una vez en Motozintla, a donde llegamos abordando camionetas rurales (íbamos en las bateas), y viajando en los estribos de vehículos de dudosa calidad, el hospedaje fue en un viejo hotel de paso.
Ahí supe por primera vez que en la lista de las construcciones destruidas se hallaba un burdelito.
Yo iba con una tarea que me sigue apasionando: hacer la crónica de todo.
El lodo era el rey de la sierra.
El mismo había cubierto casas, comercios, iglesias…
Mis primeras crónicas —todas publicadas en primera plana— fueron delirantes.
Y es que a la par de que las escribía en una vieja Olivetti, había que dictarlas a través del teléfono satelital: un verdadero lujo en aquellos años.
(Si un ladrón hubiese sabido lo que llevaba en ese maletín negro, lujoso, no habría dudado en arrebatármelo y vivir de las ganancias algunos años).
Acudí al burdel del pueblo con el fotógrafo asignado.
Estaba como todas las casas de la zona: anegado de lodo.
(Cuando menos éste cubría un metro 15 centímetros de altura).
Una vez dentro, entré a las habitaciones —pequeñas, pintadas de rosa—, y restauré la memoria de las huéspedes sometidas a la trata de “blancas” —era el término infamante que se usaba en ese tiempo— a través de la escritura plasmada en las paredes: corazoncitos, frases rápidas —“Siempre te recordaré, Johnny”, “Siempre tuya, Felipe”—, y recortes de cartas pegadas con resistol.
También abundaban pósters de Lucerito, Los Bukis y Los Temerarios, así como fotos de las chicas, de sus familiares y de los galanes imperfectos.
Unos, la mayoría, con poses, vestimenta y peinados de padrotes.
Rescaté, pues, la historia de cada una de las prostitutas, pero desde la intimidad del burdelito.
(Hay paredes que nos dicen más de una persona, que cualquier otra forma de comunicación).
Esa crónica les encantó a Rock y al Narigón Cronista, como se hacía llamar el legendario Fidel Samaniego.
Como dato adicional, conté en otra crónica la vergüenza que cubría a los motozintlecos (o mochos), pues meses atrás muchos pobladores habían participado en un linchamiento.
“El olor a quemado —me confesó una señora— me persigue. Respire profundo a ver si huele lo que yo huelo”.
¿Qué olía exactamente?
“A piel quemada, tatemada”.
Tres semanas duró mi estancia en el lugar.
Ahí aprendí que el proceso de reconstrucción tarda lo mismo que el proceso de recuperación del alma.
Y es que lo primero que pierde un damnificado es precisamente el alma, que, ya sabemos, se compone de cuajo, ilusiones y pasión.
Mucha pasión e ilusiones por delante.