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miércoles, septiembre 24, 2025

De cómo perdí mi iPad (y de todo lo que ahí tenía)

Ayer perdí mi iPad. Todo ocurrió así.

Yo iba en un autobús a la Ciudad de México y, al bajar en la Terminal 2 del aeropuerto, salí tan apresurado que lo olvidé en la sección en la que se guardan las botellas de agua que reparten los trabajadores de las líneas de autobuses.

Pasaron horas para que notara su ausencia, pues, como iba retrasado, tomé un taxi que me llevó hasta el restaurante Ajoblanco, ubicado en las Lomas.

Ahí suelen despachar (entre jabugos y cochinillos) la ministra Yasmín Esquivel y José María Riobó, su esposo, quien durante décadas fue el constructor de cabecerá de AMLO.

Ya iba de regreso al aeropuerto para abordar mi camión de regreso a Puebla cuando noté su ausencia.

Fue un shock.

Recordé que lo había dejado en el autobús que tomé en Paseo Destino.

Una súbita angustia se adueñó de mí.

(Similar a la que tuvo el Canelo Alvarez cuando casi lo noquean en Las Vegas. Idéntica a la que tuvo Noroña cuando vio el puño de Alito Moreno viajando en dirección a su rostro).

Entré en eso que las esposas de los políticos perseguidos llaman shock fashion.

(Una angustia mezclada con sudoración sabor a fresa).

No era para menos.

En ese iPad (regalo de navidad de un político en desgracia) tenía los cincuentaiún capítulos de mi novela Las Babas del Diablo, los poemas más recientes que he escrito para un libro que me pidió mi querido amigo Javier Gutiérrez Alonso y todas mis columnas de los últimos seis años.

Tenía, además, la Galería del Terror de los alcaldes poblanos (en preparación), fotos compremetedoras (de esos políticos y políticas), el desnudo adolescente de una diputada federal (que capturó su novio primigenio), otra Galería del Terror (de políticos en desgracia), carpetas de investigación en pdf de empresarios bajoneados, videos oscuros de empresarios al alza, y una antología inacabada de las frases célebres de la picaresca poblana. (Por fortuna, el 95 por ciento de ese material ya lo recuperé, por no mi iPad).

Mi iPad se quedó a la deriva.

¿Quién se meterá a mi Twitter, a mi Instagram o a mi Facebook desde su condición de usurpador, o de usurpadora?

Y es que sospecho que la chica que viajaba a mi lado (en el asiento número 39), junto al baño, fue quien se quedó con ese añorado aparato.

O quizás quien se lo encontró fue el personal de limpieza, una vez que el autobún llegó a su destino: en la Terminal 1 del aeropuerto.

Perder el iPad es la forma más primitiva de perder la vida, o una parte de ella.

O la memoria.

O el centro de gravedad del cerebro.

En mi ipad, como dije, no solo tengo mis aplicaciones más amadas, también las más deseadas.

Ahí está la historia de mi vida.

O una parte de la historia de mi vida.

Están los recuerdos que tercamente almacenamos y qué creemos que siempre estarán con nosotros. Perder un iPad es el equivalente a perder, digamos, varios años de la vida creativa o destructiva de una persona.

Pienso en todos esos seres que algún día han perdido un iPad en un camión de pasajeros o en un hotel de paso, y me pregunto qué será peor:

¿perder el iPad o la memoria?

Ésta, ya sabemos, un día se va para siempre sin que el usuario lo detecte.

Simplemente se va: como quien abre una puerta y entra.

O sale.

Sé que mi iPad (gracias a Steve Jobs) un día se iba a morir de súbito.

(Ya me ha ocurrido antes).

Pero hay una diferencia tajante entre esa variante tecnológica y perderlo en un autobús de pasajeros. Es como quien se aleja de la vida de alguien y como antesala le da la espalda al otro en plena cama.

Tengo otro iPad guardado.

Es un iPad nuevo que no he usado desde que llegó a mi vida.

Incluso es un iPad de última generación: más grande, delgado y ligero.

Y tiene una pantalla Ultra Retina XDR con una tecnología OLED en tándem.

Pero no es suficiente.

El iPad que extravié estaba en una situación de calle (gastado, con varias heridas de guerra, sensiblemente ajeno a lo que un día fue).

No obstante, y quizás por todo eso, lo extraño con una melancolía inédita y una dulce tristeza.

Es como el poema de Rafael Torres Sánchez que sigue vibrando en mi cabeza desde el primer día que lo leí:

Yo tuve un águila,

un día yo tuve un águila, qué bárbaro,

qué águila tuve yo.

Yo tuve un águila, que a su vez me tuvo, qué bruto,

cómo me tuvo mi águila,

con cuánto orgullo, qué pajarón aquel.

Nosotros nos tuvimos mutuamente hasta que ellos nos destuvieron.

Nos mandaron a un insistente ra, a la chiquitibum,

a 31 estados de humor negro, a 31 insomnios.

Ahora yo tengo un periquito australiano,

chiquito,una nada de pájaro.

Caso no me hace,

no se le nota orgullo de su dueño. A ratos le tengo cierta inquina.

Con todo, lo tapo por las noches:

no puedo dormir de la preocupación al pensar que lo pierdo,

al pensar que hasta ese miserable animal pierdo yo.

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