Estas líneas son algunas de las más difíciles que he escrito en muchos años.
¿Cómo escribir desde el corazón de la desgracia?
El jueves, cuando todavía no anochecía, tres entrañables amigos me contaron, con lágrimas y tristeza infinita, que su casa había sido anegada por el agua, el lodo y la mierda de un río que irónicamente se llama “Chiquito”.
Río Chiquito.
La tormenta hizo que la creciente se saliera del cauce y subiera (y bajara) por la prolongación Julio S. Hernández, convertida en ese momento en la prolongación misma del infierno.
Horrorizados, mis amigos pensaron en cuidar que sus muebles básicos no sufrieran daños.
Imposible.
Las aguas negras del río no pidieron permiso para meterse en todos los espacios, en todos los agujeros, ya oscuros (por la ausencia de la energía eléctrica).
Tenían prisa esas aguas que salieron y crecieron como consecuencia de una tormenta que ya acumulaba decenas de horas sin parar.
Y esa lluvia obsecada seguía cayendo mientras tanto en la colonia Chapultepec, cerca de unas albercas de inocencia impecable.
Mis amigos tomaron sus perritos y su caballo —un alma buena llamada Sancho—, y salieron entre las aguas negras, que ya habían alcanzado un metro de altura.
La cama matrimonial, anegada.
El comedor que tantas generosas comidas albergaron, y tantas charlas amistosas guardaban en las comisuras de las sillas, empezaba a sentir el cuerpo de las aguas.
Un cuerpo espectral: como el de un fantasma que va sembrando el caos.
Instalados ya en la casa de sus hermanos, mi amigo me mantuvo al tanto del desastre.
El río, desbordado, ya había ingresado al refugio familiar.
Y entraba al jardín con una furia obstinada.
(Toda furia es rabiosa, cruel, insana).
Y buscaba crecer más, pero la inclinación del jardín se lo impidió.
Pensé en dormir un poco.
No pude.
Los mensajes que venían, sobre todo de Huauchinango, mi patria chica, me lo impidieron.
Toda la madrugada subí información de poblaciones aisladas, desconectadas, por los desgajamientos de los cerros que empezaron a abundar.
El agua crecía, los caminos caían en pedazos, la energía eléctrica era un vago recuerdo de que alguna vez hubo luz en la pradera.
Los arroyos tranquilos conocieron la furia.
Y se fueron sobre las casas más humildes.
(El actor principal de las tragedias es el que nada tiene).
Durante horas, fui un correo de transmisión de las necesidades de los diversos pueblos.
El amanecer me sorprendió en esa tarea.
Nuevos mensajes de mis tres amigos en desgracia me alarmaron.
Su casa, hecha de adobe, carecía de cimientos.
Moraleja: podría venirse abajo ante la presión del río.
Así continuó el viernes.
Y yo, como correa de transmisión.
Ahí supe que estaba ejerciendo lo que se conoce como periodismo social.
Ese periodismo que impacta para bien entre los que menos tienen.
No se sentía cansado.
Y así seguí buena parte de la tarde y de la noche del viernes, pero una mala nueva me volvió a impactar.
La hija de mis amigos, entre un llanto desbordado, me narró una pesadilla más:
Debajo de un puente se acumularon árboles y basura, lo que obstruyó el paso del río Chiquito, que ya se había domesticado.
Las aguas negras, pues, buscaron otro cauce y fueron a dar a una casa cercana a una capilla.
La furia vuelta agua destrozó todo a su paso: puertas, ventanas y, finalmente, las paredes.
Las aguas hediondas reventaron los muros, y por ahí continuaron su marcha hacia la prolongación del infierno: la prolongación Julio S. Hernández.
Una vez más, la casa de mis amigos sufrió la fuerza desbordada de la naturaleza.
Poco antes, habían terminado de limpiar el primer desastre.
Y mi amigo, una vez bañado, salió a respirar el aire enrarecido de ese viernes de octubre.
De pronto, a la mitad de la calma, un sonido de bestia invadió los alrededores y un golpe obsceno abrió el portón.
Era la furia vuelta agua de nueva cuenta, pero esta vez más rabiosa que la anterior.
En quince segundos el agua alcanzó el metro de altura.
Otra vez salieron corriendo con los perros, pero no con Sancho, su caballo.
No había condiciones de salvarlo.
(Horas después, fue rescatado del marasmo).
La hija de mis amigos me narró entre gritos y llanto este pasaje del infierno.
Por hoy llego hasta aquí.
Todos están bien en espera de retornar a la casa tomada por el lodo.
Mi amigo le escribió en Facebook un mensaje brutal a su mujer: “Pronto levantaré de nuevo nuestra casa, mi amor”.
Me quedo con la emoción de esas palabras.
*
La presidenta Claudia Sheinbaum llegó a Huauchinango la mañana del domingo, donde ya se encontraba el gobernador Alejandro Armenta.
(Él llegó un día antes con su gabinete de seguridad e infraestructura para empezar a enfrentar, con todo, la desgracia).
La presidenta y el gobernador hablaron con los damnificados del albergue: los escucharon, los abrazaron, se sumaron inevitablemente a su tristeza.
(Qué sensación brutal es compartir ese dolor de crispación y llanto).
¿Cómo no quebrarse ante los que menos tienen narrando cómo perdieron lo poco que tenían?
En la colonia Monterrey, del Barrio de Santa Catarina, la presidenta y el gobernador escucharon la tragedia de los vecinos de la familia Cruz Salas —papá, mamá e hijos.
“Ellos, dijeron, estaban en su casa cuando se desgajó el cerro, y cayó encima”.
Los cinco murieron ahogados por el peso de la tierra.
(Dos menores de edad, entre ellos).
La tarea de rescate inició el viernes.
Muy entrada la noche, fueron rescatados los cuerpos ya sin vida.
La presidenta tiene la mirada triste.
El gobernador también.
Imposible ser duros ante el tamaño de este caos.
Y así continuaron su recorrido por La Ceiba y Gilberto Camacho, en Xicotepec de Juárez, donde otros damnificados fueron abrazados en su desgracia sin nombre.
A la par de eso, en las redes sociales —redes inmundas por los resentidos que suelen habitarlas—, ejércitos de bots salieron a denostar a la presidenta y a los gobiernos estatales impactados por la tragedia.
Y fueron cubriendo de baba —una baba negra, hedionda, espesa— los tuits que vomitaron.
En medio de la desgracia, ya lo sabemos, abundan los chacales y los zopilotes.
La hora de la carroña ya empezó.
Todos sabemos quiénes son, y de qué color es su vómito.
Su miseria no conoce fronteras.