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martes, marzo 25, 2025

“Busco caballero serio para una relación formal”.

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Se llamaba Ana. O Rosa. Exacto: se llamaba Rosa. Era una Margarita Gautier en su etapa terminal: ojos profundos, ojeras violáceas, piel pálida, rostro delgado, cuello con carótida saltada, manos transparentes…

Sus labios, eso sí, eran rosas todavía: de un rosa pálido urgido de besos.

Subía siempre a eso de las nueve de la noche al departamento familiar del edificio Ramón, a unos doscientos metros del condominio en el que yo vivía en la Ciudad de México.

Siempre nos encontraba a Lucero y a mí severamente lúbricos en el segundo piso. Ella, en su uniforme de la Normal. Yo, con esa mirada bovina que me asalta todavía. 

Rosa llegaba enfundada en su eterno abrigo gris lleno de ácaros. Siempre lo usaba. Incluso en tiempos de calor. Subía despacio. Sus pisadas no se oían. Subía, y cruzaba saludos. Buenas noches. Buenas noches. 

Un día se detuvo y conversó unos minutos con nosotros. Cuando me vio, sentí un escalofrío. Sus hermosos ojos me pusieron nervioso. Nos contó que a través de la revista “Confidencias” había conocido a un hombre mayor. (Mayor, en los años setenta, era equivalente a un señor de treinta años). Se escribieron varias veces hasta que quedaron de verse en Caldos Zenón. (Ya nadie hace citas en Caldos Zenón, donde hay excelentes caldos de gallina). Se vieron, pues, y se gustaron. Él le tomó la mano. Ella suspiró como los personajes femeninos de Corín Tellado o Caridad Bravo Adams. Él le besó la mejilla izquierda. Ella entrecerró los ojos.

Mientras Rosa narraba este pasaje, Lucero metió su mano en mi bragueta y lubricó aún más el instante. Uno-dos, uno-dos… 

Me excitaban dos cosas: la hábil mano de Lucero y los ojos taciturnos y sensuales de la pobre Rosa. Algo notó en mi mirada que respondió con un palpitar de sus labios rosa pálidos.

Rosa interrumpió el relato de repente. Quiso irse. Yo la detuve con un movimiento leve. Accedió a quedarse. De pronto sentí que estaba más cerca de mí que Lucero, quien había abandonado mi bragueta. Rosa dijo que el hombre mayor la había llevado a un motel para hacerla suya. Entonces rompió en llanto. 

No sé por qué la abracé y sentí a los ácaros flotar en mi nariz. Un aroma a humedad llenó mis orificios nasales. Olía a cadáver fresco. Imaginé el añoso ropero en el que Rosa guardaba su ropa. Seguramente había una humedad de siglos acumulada ahí. Imaginé a Rosa colgando su abrigo todas las noches para escribirles cartas llenas de ternura a los hombres que iba conociendo en “Confidencias”.

Sentí su mejilla mientras la abrazaba. Lucero lloraba con ella. Mi mano derecha tomó las manos de Rosa. Sentí unos huesos parecidos a los de Consuelo Llorente, el personaje central de Aura, de Carlos Fuentes.

Por un momento creí que era el historiador de la novela, Felipe Montero, abrazando a la anciana que le daba vida a Aura. Y es que Rosa había envejecido en cosa de minutos.  

Algo en mí se estremeció cuando acercó a mi boca unos labios pálidos, enjutos y arrugados que murmuraban algo que no supe descifrar.

—Buenas noches —dijo Rosa.

—Buenas noches —respondimos desde nuestra lubricidad Lucero y yo.

 

El Moco contra el mundo. Debe ser difícil ir por la vida con un apodo como el que tiene el señor Juan Lira: “El Moco”.

Sobre él pesan toda clase de leyendas, descalificaciones y órdenes de aprehensión.

Lo cierto, es que en las últimas semanas ha andado más activo que un moco suelto.

(Hay dos tipos de mocos: el duro y el que se vuelve agua. Al señor Lira lo ubico con el primero).

El señor Moco, pues, ha venido conspirando en la elección extraordinaria de Chignahuapan sobre todo desde que su candidatura —apoyada por los diputados Pedro Haces y Maiella Gómez— se vino abajo.

Más verde que un moco, el señor Lira montó en cólera y puso a una muy cercana suya como candidata de Movimiento Ciudadano, el mismo partidazo que apoyó a los tres hermanos Vieyra al mismo número de alcaldías.

(Dos de ellos, por cierto, están en la cárcel y el otro anda prófugo).

El señor Moco ha movido todo para que su candidata gane.

A él le achacan, por ejemplo, el incendio en el Comité Municipal Electoral y las amenazas que hicieron renunciar a su candidatura al señor Mario Olvera.

(Olvera iba por el PRI, pero hace unos días le alzó los brazos (los dos) al señor Juan Rivera, de Morena, apodado “El Diablo”.

Qué gran final: el Moco contra el Diablo.

(Ni el apóstol Juan, el más apocalíptico de los autores de La Biblia, hubiese imaginado este escenario).

Escribo estas líneas antes de que se cierren las casillas.

¿Quién ganará: el señor Moco o el señor Diablo?

He ahí el dilema.

Los moquistas juran que se impondrán a los diablistas.

Y viceversa.

Del futuro de esta elección dependerá otro futuro: el de Chignahuapan.

Si gana el Moco, el municipio pasará a denominarse Mocohuapan.

Si gana el Diablo, Diablohuapan.

Huele a guerra santa, pero es sólo una elección.

En unas horas sabremos cuál de los dos juanes fue mejor.

O menos peor.

 

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