El guión es perverso e impecable.
Y lo escribió Andrés Manuel López Obrador seguramente a solas, en su íntima intimidad.
A unos pasos de la habitación en la que murió don Benito Juárez, en Palacio Nacional, víctima de una feroz angina de pecho.
¿Qué hizo?
Como si estuviera dibujando el mundo, fue trazando líneas, círculos, triángulos equiláteros, rectángulos…
Así, hasta dibujar la imagen del golpe final de la Cuarta Transformación.
No bastaba con haber ganado la Presidencia ni tener el control del Congreso de la Unión.
No era suficiente con hacer reformas que sirvieran de base para lo que vendría.
Hacía falta demoler el aparato en el que se habían refugiado —enquistado— los poderes fácticos del país.
Un aparato lleno de togas y birretes que frenaban sus iniciativas y las pulverizaban con base en los más sofisticados argumentos jurídicos.
La Suprema Corte empezó a ser vista con microscopios, binoculares y prismáticos desde la oficina presidencial.
Sabía que, en algunos países latinoamericanos, los golpes de mano provinieron, inevitablemente, de los grupos de interés que patrocinaban a los togados.
Y eso le hizo continuar el dibujo de su devastación.
Un 5 de febrero, en Querétaro, sintió un coletazo de la Corte por la vía de su presidenta.
Un año después, ya con el expresidente de la Corte en su bolsillo, anunció que enviaría una iniciativa al Congreso en aras de que el Poder Judicial tuviese una reforma de gran calado.
Y se vinieron los tiempos.
Llegaron también las elecciones judiciales.
El pastel se cocinó.
Sólo le faltaba una cosa: una cereza.
El abogado Hugo Aguilar Ortiz, de origen mixteco, había sorprendido a todos al ganarles a las tres ministras que contienden: Lenia Batres, Yasmín Esquivel y Loretta Ortiz.
¿De dónde salió?
Nadie lo vio llegar en la unánime noche.
Lo cierto es que acabó con el cuadro, y hoy se dispone a rendir protesta, el 1 de septiembre, como presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación.
Será el tercer presidente de la Corte que provenga de los pueblos indígenas.
Los dos anteriores fueron Benito Juárez, primero, e Ignacio Ramírez “El Nigromante”, después, aunque éste último tenía sangre mestiza también.
El que un indígena mixe se vaya a sentar en el sillón principal de la Suprema ha empezado a levantar cejas.
Y ha iniciado ya una campaña en su contra que pretende retratarlo como un traidor de los pueblos originarios.
El ministro mixteco, como lo han empezado a llamar, es la cereza del pastel que AMLO empezó a cocinar desde hace años.
Es una bofetada para los racistas y clasistas que manejan los poderes fácticos.
Es un golpe brutal para los ‘blanquitos’ que ven a los indígenas como sus empleados domésticos.
Será una escena imborrable ver la primera sesión de los ministros de la nueva Corte.
Sobre todo, porque una de sus primeras iniciativas tendrá que ver con acabar con el régimen de las togas.
El expresidente López Obrador puso desde su exilio el último clavo al ataúd de los enemigos de la 4T: esos barones que viajan en sus aviones y helicópteros, y que suelen ver a los indígenas como parias en sus tierras.
El trazado de AMLO, ufff, resultó perverso e impecable.
Benito Juárez regresa a su oficina
