Esta semana, mi hija Julia cumple tres años.
Dos terceras partes de su vida han transcurrido en medio de la pandemia. Para ella, cosas como usar un cubre bocas y ponerse gel antibacterial cada quince minutos parece algo natural. Julia es quien me recuerda, cuando salgo a dejarla a ella y a Alonso a la escuela, que estoy olvidando mi cubre bocas.
En abril del 2020, cuando llevábamos un mes completamente encerrados por la incertidumbre de esos primeros meses de pandemia, Julia se quemó con el café hirviendo.
Había encendido la cafetera como todas las mañanas. Mientras mi taza se llenaba, me distraje con unos papeles. No vi cómo pasó, pero escuché un grito desgarrador. Cuando vi a Julia supe exactamente lo que había pasado.
Unos días antes me quemé cuando le di un trago a mi café. En la ociosidad de la pandemia había buscado a qué temperatura sale el café de una cafetera Nespresso: ochenta y seis grados centígrados. Con esos datos en la cabeza, le quité, en un segundo, la pijama que traía. Le embarré un bote de gel de la Fundación Michu y Mau para quemaduras (por fortuna lo encontré de inmediato), que por azares del destino habíamos comprado un año antes. Ella no dejaba de llorar por el dolor, y yo porque sabía cuánto le dolía.
Salimos disparados al hospital. Las calles estaban desiertas. No habíamos ido ni al súper en las últimas semanas. En el camino me imaginaba que los hospitales estarían atascados de gente con Covid. Por todos lados escuchábamos que ya estaba todo saturado. No fue así: éramos los únicos en urgencias.
Julia vomitó tres veces el ibuprofeno antes de que decidieran canalizarla. El pediatra llamó inmediatamente a un cirujano plástico. Cuando llegó, me dijo que iba a entrar al quirófano para limpiarla.
Los accidentes son la segunda causa de muerte de niños en México. Durante los meses que los niños han estado en la casa, los números han aumentado drásticamente. El gobierno de Costa Rica, junto con la UNICEF, lanzó una campaña para evitar quemaduras en casa durante la pandemia porque ésta situación hizo que colapsaran sus servicios de atención de quemaduras en niños.
Julia pasó tres noches en el piso de maternidad, el mismo en el que había nacido un año antes. Como el resto del hospital, estaba casi vacío. De lejos vi a una amiga entrando a la zona de labor rodeada de enfermeras con cubre bocas, caretas y trajes protectores. Solo imaginé lo diferente que era tener un hijo en ese momento en medio de tantas dudas.
Gracias a las medidas que tomamos, no fue necesario que mi hija entrara al quirófano. Tuvo quemaduras de segundo grado. Sanaron impresionantemente rápido. En gran parte, gracias unos parches hechos de células humanas cultivadas en laboratorio que reducen el tiempo de recuperación hasta en un 80 por ciento.
Unas semanas después nos enteramos de un caso muy parecido: una niña se tiró un café en la noche, pero los papás no se habían quemado unos días antes la boca con el café. Por lo tanto, no habían pensado en los ochenta y siete grados centígrados. Tampoco estuvieron, por pura casualidad, en una plática de Michu y Mau, ni tenían ese gel milagroso. Además, tardaron mucho en llegar al hospital. Las quemaduras de la niña se infectaron y ella terminó perdiendo un riñón.
El día que se quemó Julia me marcó. A ella también. Casi un año después, cuando pensé que se le había olvidado ese pasaje, me dijo con toda la ternura de la que es capaz: “Mamá, te prometo que nunca voy a volver a agarrar tu café”. Me sacó una lagrima.
“Pero no llores, mamá, vas a estar bien”, remató.
Así es Julia.