Después del sismo de 2017, todas las organizaciones en Puebla se pusieron a construir viviendas. El gobierno, con fondos del ahora extinto FONDEN, tenía una lista enorme de damnificados del sismo que recibirían algún tipo de apoyo.
Había, sin embargo, un gran número de personas que no estaba en ninguna de éstas listas. En una de las múltiples visitas a la mixteca, Rafael, un maestro de obra que conocía muy bien la zona, me comentó sobre una familia en Huiluco —junta auxiliar de Huaquechula— que necesitaba apoyo. No eran damnificados del sismo, aunque sí habían perdido el único cuarto de tabique que tenían. En otras palabras: eran damnificados eternos.
Pomposa vivía en un terreno —con tres chozas— con sus cinco hijos y sus siete nietos. Todos en casas hecha de lámina, ramas y bolsas de plástico. Una de sus hijas era madre soltera de tres niños. El mayor de los hombres vivía con su esposa y dos hijos —uno de ellos con discapacidad— en una casa hecha de ramas y cartón. En su casa no había más que dos petates y una mesa de madera. Los dos más chicos —un hombre y una mujer que andaban en los veinte años— también vivían con doña Pomposa. Él dormía en el cuarto de tabique que se derrumbó. Solo una de sus hijas vivía fuera: en una casa con la familia de su esposo.
El marido de Pomposa murió cinco años atrás por piquetes de abeja mientras trabajaba en el campo. Uno de sus nietos también estuvo a punto de perder la vida.
El día que los fui a visitar por primera vez, entré siguiendo a Rafael hasta el terreno en el que estaban montadas las chozas. En el fondo había una construcción de lámina cerrada por fuera. Adentro encontramos a tres niños. El más pequeño no caminaba, ni gateaba: se arrastraba por el piso de tierra. Pensé que tenía alrededor de un año. Después me enteré que era de la misma edad que mi hijo. Tenía poco más de dos años.
Estuvimos cerca de treinta minutos antes de que llegará Pomposa. Venía del campo, donde recolectaba madera, hongos (cuando los encontraba), y otras cosas para comer.
No podía sacarme a esos niños de la cabeza. Regresamos la siguiente semana. Gracias a donativos de alumnos del Instituto Tecnológico de Monterrey (campus Puebla), y el apoyo de algunas empresas y organizaciones, pudimos hacer tres casas. Cada una con dos recamaras, un baño completo y una estufa en la parte exterior. Contaban con un pozo. Ahí montamos una bomba para que tuvieran agua.
Esta familia vivía al margen de la sociedad en la que estaban, casi aislados por completo. Regresé en muchas ocasiones durante tres meses. Me preocupaba el estado de salud del niño más pequeño, al que me encontré, más de una vez, comiendo lo que encontraba en el piso. En una de las visitas estaba al lado de las brasas, todavía calientes, comiendo el arroz que encontraba tirado.
Unos días antes de que las casas se terminaran de construir, asesinaron al hijo menor de Pomposa. Estaba borracho y lo hirieron de muerte. La familia culpaba a su otro hermano, que tenía una historia de violencia y alcoholismo. A pesar de vivir todos juntos, no se hablaban con el hermano mayor y su familia.
No hubo ningún tipo de entrega formal de las casas. En cuanto estuvieron listas para ser habitadas, les entregamos las llaves junto con colchones, algunos muebles, espejos y artículos para la cocina que la gente había donado.
Yo fui por última vez un par de semanas después. No podía creer lo que vi. Entre sólo a la casa de Pomposa: parecía que había pasado un huracán. Todas las paredes estaban sucias, había miles de moscas por todos lados, seguían usando los colchones sucios, y no habían sacado el escombro.
El bebé estaba solo y se arrastraba entre desechos de las obras, polines y clavos oxidados La realidad es que nada había cambiado. Aunque ahora tenían paredes y un piso de concreto, su vida seguía siendo exactamente igual. Era la historia de sus vidas. Estaban rodeados de abandono y miseria. Cuatro paredes no cambian gran cosa el destino de alguien.
Ese es el rostro del fracaso de tantos programas aparentemente sociales que no abordan las dimensiones de una tragedia como ésta.
Hace unos días, casi tres años después, regresé a visitar a Pomposa. Llegué a su casa, y todo estaba como lo imaginaba: abandonado y paupérrimo. Ella no estaba ahí. Encontré a su hija: la única que no vivía con todos porque tenía una casa junto con su marido. ¿Qué pasó? Perdieron la vivienda y ahora habitaban una de las tres casitas que se construyeron hace unos años. Pasó de tener un hijo a tener tres, y uno más viene en camino.
En la casa de Pomposa, en un cuarto muy sucio y casi en tinieblas, estaba otra de sus hijas. Había parido un día antes. Me asomé sin saber que ella estaba ahí. Vi salir del cuarto a un par de cachorros. Fue su hermana la que me dijo que el día anterior había tenido a su primer hijo. Afuera estaba la leña prendida y hervían agua con hierbas en una pequeña olla de barro para darle un baño al nuevo bebé y a la parturienta. Él es el doceavo nieto.
Por lo pronto, él y su mamá dormitaban entre los cachorros de una de las muchas perras que habitan ahí. Regresé a Puebla preguntándome mil cosas. No me las he podido contestar.