20.7 C
Puebla
jueves, noviembre 21, 2024

Conversaciones con Julieta

Más leídas

Julieta tenía 15 años cuando vio a Rafael pasar por su ventana por primera vez.  

Estaba tejiendo con su amiga Pomposa, a la que llamaban Pompo -de cariño- en su casa de la 4 norte. Todos los días veía pasar a dos doctores de bata blanca que iban a estudiar a Las Piadosas, en el Barrio de San Francisco. 

Un día, Julieta paseaba por ahí con Pompo y los vieron pasar.  Rafael iba caminando con el Dr. Rufino.  Julieta le dijo a Pompo:  

—Vamos a quedarnos mirando a esos dos, y vas a ver cómo se voltean. 

¡Y que se voltean!  

—Claro —nos contó Julieta muchos años después—: tanto los vimos y los vimos, que nos siguieron. 

Entonces, ellas, por los nervios, se echaron a correr y entraron a su casa. Desde ese día, los dos doctores, siempre que pasaban por ahí, volteaban a la ventana.  

—Tanto tejimos junto a la ventana para volverlos a ver que cada una se tejió un suéter—relataba entre risas una y otra vez. 

Un día, nos dijo, Rafael se acercó a la ventana. 

—Perdón, señorita. ¿Usted cómo se llama? —preguntó. 

—Me llamo Julieta —respondió. 

— ¡Entonces yo me llamo Romeo! —dijo él, entre carcajadas. 

Días después, Julieta se fue a vivir a Xalapa. Él fue a visitarla una vez pero no volvió. No se vieron durante cuatro años.  

 Julieta, ya de regreso en Puebla, se encontró con el doctor Rufino en el centro de la ciudad. Él iba circulando en su coche cuando ella se subió a un camión rojo que la llevaba a casa. 

Al otro día, ella pensó:  

—Voy a salir a la ventana para ver si vuelvo a ver a éste, para así saber de Rafael. 

Y ni mandado a hacer: ahí estaba estacionado. 

El doctor le dijo que le iba a avisar a Rafael que la había visto.  

—¿Cómo? ¿No se ha casado? —preguntó Julieta. 

—No. Y siempre piensa en usted. El domingo que venga de México venimos a verla. 

Julieta siempre sabía lo que quería. Y no tenía la menor duda que quería a Rafael.  

Muchas cosas pasaron. Él se fue a vivir a Estados Unidos para terminar sus estudios. Ameya, la madre de Julieta, le escondía las cartas que le mandaba.  

—Ya te hizo repelar mucho y seguro le ibas a contestar luego, luego —le decía. 

Julieta por fin lo hizo. En una de sus cartas, Rafael le confió: 

—Ya sé que todas tus primas se están casando. ¿Qué dirán de mí? 

El volvió al poco tiempo y se casaron en la iglesia de la Merced. Rafael llegó una hora tarde a la boda con los zapatos llenos de yeso porque venía de arreglar algunos huesos rotos. Acababa de montar su clínica. Quien se haya roto un hueso en Puebla seguro pasó por ahí. 

Para la época en la que las familias eran numerosas, la de Julieta era la excepción. No tuvo más que un hermano, Fernando, que murió a los 33 años.  Sin embargo, Julieta y Rafael tuvieron nueve hijos. Y vivían con ellos, además, Ameya y la tía Magachis. Todos los días había reunión con la tía Nena y su hija a las doce del día en la casa de Julieta.   

El timbre de su casa de la 43 sonaba como una chicharra de escuela. No he escuchado un timbre más ruidoso. Cuando alguien de la familia llegaba, se pegaba al timbre durante varios segundos. El loro gritaba: “¿Quieeén?”, imitando la voz de Julieta. Y luego agregaba: “¡Ahí voy!”. Pero nadie te abría hasta que insistías.  

Una parada obligada en la casa de Julieta y Rafael era la cocina. No podías pasar sin por lo menos pellizcarle un pedazo al pan. En la cocina pasaba todo. Y siempre sonaba un aparato de radio con música de los años 50. Estoy segura que la estación sólo sonaba ahí.  Siempre, también, había una olla con los mejores frijoles. Quien entraba se servía un plato sin importar la hora. Y qué decir del kremel de chocolate: un pudín extraordinario que no existía fuera de esas paredes.   

Julieta se sumió en una profunda tristeza cuando murió mi abuelo Rafael. En su casa, el loro no dejaba de gritar “¡Rafaeeeel, a comeeer!”. Y aunque con el tiempo volvió a sonreír, nunca fue lo mismo.  

Ella falleció el pasado 23 de febrero en su propia casa, y en la misma cama en la que durmió durante tantos años con su amado Rafael. Estaban con ella cinco de sus hijos, los hombres.  Las tres mujeres, que siempre estuvieron ahí, por esta única vez no llegaron a tiempo.  

Acababa de morir cuando entré a su casa. No me atreví a tocar el timbre como siempre lo hacía. El silencio de la casa se sentía hasta la calle.   

Julieta admiró a Rafael toda su vida. Lo amó hasta el último día.  

—Yo desde que conocí a Rafael me enamoré de él. Era guapo, inteligente y chistoso —nos contó a sus 93 años.  

Somos una familia de casi cincuenta miembros. Algunos, soñadores como era ella. Otros, serios. Casi todos medio despistados. Si algo tenemos en común es que todos amábamos a Julieta. Y de qué manera.  

Notas relacionadas

Últimas noticias

spot_img