I. Hernán Lara Zavala
Conocí a Hernán cuando yo era un estudiante de Letras Francesas y él el Coordinador de Letras Modernas de la Facultad de Filosofía y Letras. Desde un principio nos unió tener un maestro compartido, desde diferentes posiciones en el tablero. Hernán era discípulo de Juan Garcia Ponce, un cómplice, al grado de que llegó a formar parte del equipo que publicó los cuatro números de la revista Diagonales, dirigida por el autor de Inmaculada o los placeres de la inocencia, novela que, por ese entonces, Juan me dictaba en su casa de Coyoacán, ubicada en Alberto Zamora 64, todas las mañanas. Discípulo él y escribano yo, teníamos una mutua simpatía. Entre las materias optativas estaba un taller de creación literaria que dirigía Hernán, al que me inscribí, donde estaban Alejandra Aguirre, Adriana González Mateos y una cubana, mitad exhuberante y mitad exótica, cuyo nombre he olvidado.
Hernán es un espléndido novelista (su novela Península, Península ganó el Premio de la Real Academia Española en 2010 y Charras, se acaba de reeditar. Recomiendo también la entrañable novela Macho viejo), de libros de cuentos como De Zitilchén y El guante negro y otros relatos. Espléndido ensayista, es autor de Contra el ángel. Maestro universitario, ha sido también director de Literatura de la UNAM y gerente editorial del Fondo de Cultura Económica. Es, a estas alturas, un amigo a la máxima potencia, es decir, un cómplice.
II. El reto de Lara Zavala
Tenemos la sana costumbre de, una vez al mes y sin calendario establecido, ir a un comedero del sur de la Ciudad de México donde degustamos exquisitos manjares y brindamos por la amistad, la belleza y la literatura.
En uno de esos ágapes, al parecer yo afirmé que podía demostrar que un texto no era de Saint-Exupèry, que él no podría haber escrito ese bodrio de párrafo. Lo anterior surge de la terrible moda que toma frases surgidas seguramente de libros de autoayuda y en las redes sociales “las firman” García Márquez, Saramago, el autor de El principito, o cualquier gran escritor o escritora que llamen la atención en redes sociales de esos “chongos zamoranos” hechos de palabras: leche cuajada, dulcísima, que a cualquiera le provocaría un coma diabético.
Intentaré resolver el acertijo y afrontar el reto.
Decía Gustave Flaubert, el autor de Madame Bovary, que la “estupidez es la falta de reflexión sobre los lugares comunes”.
La diferencia entre la buena prosa y la basura literaria es que la segunda nos endilga que la vida es bella y hay que disfrutarla, que es bueno estar vivo porque eso quiere decir que uno no está muerto, que los niños son buenos y que el amor es lo mejor que nos puede pasar. La buena literatura se encarga de demostrarnos que tenemos “la dulzura y el infortunio de existir” (Yourcenar) que los niños pueden ser terribles como nos enseñó William Golding en El señor de las moscas y que la belleza no basta para la felicidad, como nos demuestra Jeffrey Eugenides en su libro Las vírgenes suicidas, llevado al cine por Sofia Coppola.
La línea entre lo cursi y lo sublime es delgadísima. Las frases bellas “sólo con el corazón se puede ver bien, lo esencial es invisible para los ojos” son diamantes acrisolados, producto de una fuerte tensión que lleva al escritor a reescribirlas una y otra vez hasta llegar a la máxima posibilidad expresiva de una idea o de un sentimiento.
Un gran escritor no escribe bombones baratos, sino tortas Sacher. La diferencia entre los malvaviscos rojos y blancos de Great Value y el pastel vienés es la misma que hay entre las frases cursis, dignas de novela de Corín Tellado y “el sonido y la furia” de Shakespeare o las “intermitencias del corazón” de Proust. No son producto de la casualidad, son elaboraciones condensadas a alta presión. Por eso son diamantes. Cuando uno encuentra la “frase bombón” uno puede asegurar que no la escribió Saint-Exupèry, ni Paz, ni Joyce, porque son facilonas, torpes, aburridas. Estúpidas, a veces.
Espero, querido maestro, querido Hernán Lara Zavala, haber dado respuesta con dignidad al reto que me lanzaste.