|José Luis Dávila*
Hace unos cuantos años me invitaron a un slam de poesía y acepté. Por ahí, en alguna carpeta de esas que suelo resguardar en la nube, tengo aún los tres o cuatro breves (y malos) textos con los que tuve el descaro de participar; los conservo, creo, como evidencia de la falta de criterio de la que fui objeto. Y es que, aunque por semanas mi respuesta fue una amable negativa basada en el argumento de que yo no hago poesía, los organizadores no dejaron de insistir hasta que me cansaron la paciencia y decidí demostrarles lo que les decía con un ejemplo. Así, me presenté con unos versos pobres, basados en lugares comunes y pésimo manejo del verso libre; recuerdo uno que era una parodia del Padre nuestro, sustituyendo la idea de dios por la figura del café mañanero, otro sobre lo pésimo actor que es Tom Hanks en los últimos años y uno sobre la muerte de mi abuelo. Que no se me malentienda, no me tomé a broma hacer los poemas, nunca jamás dejaría de ver al acto de escribir con una seriedad solamente comparable a la seriedad con la que se toman los niños un juego, pero sé bien que cualquier verso que yo pueda hacer no es uno que vaya a ser considerado ni medianamente bueno por un lector crítico o un poeta que respeta sus textos.
Me llevé una gran sorpresa. De repente, al acabar mi participación, me vi siendo aplaudido por el amable público tras leer mis crímenes contra las letras. No era un aplauso de cortesía, de esos que damos por consideración al esfuerzo pero suena a premio de consolación; aparentemente les había gustado. Incluso una conocida de la facultad, quien se supone que sabía de poesía y había ganado reconocimientos por ello, me invitó a leer de nuevo en un evento que ella estaba organizando, lo cual me hizo cuestionar si realmente sabía de poesía, pues hasta mis amigos más cercanos, los que siempre apoyan las cosas que hago, pero que poco involucrados están en leer, rieron de lo ridículo de la situación pues habían leído los textos con anterioridad y sabían que eran terribles.
Sin embargo, todo cobró sentido cuando me puse a pensarlo un poco mientras observaba el lugar. Distraído en la cuestión propia no advertí la naturaleza del contexto y sus dinámicas. Todos eran aplaudidos de la misma manera porque el lugar estaba lleno por amigos y familia de los mismos que presentaban sus poemas, todos los que presentaban sus poemas se conocían entre ellos, todos se daban palmadas en la espalda y se quejaban de que sus voces no eran publicadas por las grandes editoriales ni promovidas por las instituciones. No me pareció tan raro, tomando en cuenta que en Puebla el mundo literario se ve siempre inmiscuido en ese tipo de socialización, pero algo entre sus comentarios no me terminaba de cuadrar.
Las cosas hubieran llegado hasta aquí de no ser porque el día en que mi conocida de la facultad iba a tener su evento de poesía, en un café que ha cambiado de nombre y giro varias veces con el pasar de los años, yo no tenía nada mejor que hacer y me aparecí nada más como público. Qué bueno que llegaste, te anoto, me dijo al verme sin siquiera saludarme. Tuve que explicarle, con un pesar fingido, que no había escrito nada para la ocasión, así que no me sería posible participar. No importa, lee lo mismo que la otra vez, dijo y me negué, tanto me negué que parecía molesta. En cuanto empezaron las participaciones me di cuenta que todos los que leerían eran los mismos que un par de semanas habían leído, y estaban recitando los mismos poemas que la vez anterior. El reciclaje de textos no es lo mío, pero lo entiendo en sus debidas proporciones; lo que me causó preocupación fue que, tras ponerme a platicar con algunos de ellos, descubrí que muchos hacían lo mínimo por escribir, esperando, ya sea desde la ingenuidad o la desidia, que las tres o cuatro cosas que presentan en todos los slams les alcanzaran para cubrir las categorías que se les piden en el momento, y si no las cubren, pues ni modo, a leer con seguridad, como si en verdad tratara de ello porque, me comentó uno con particular autosuficiencia: somos poetas y la palabra adquiere sentido en nuestra voz sin importar lo que signifique. Ocioso será decir, creo, que cuando le pregunté a qué poetas leía él, el único nombre que conocía era el de Bukowski.
Han pasado al menos ocho años desde entonces y no he vuelto a escribir versos, pero sí he visto pasar varios slams y lecturas a micrófono abierto, y cada vez me convenzo más de que la poesía no es lo que la mayoría de los participantes de dichos eventos creen. Por ejemplo, la poesía no es pedir a tu acompañante para que esté listo con su cámara y tomar el mejor ángulo posible mientras estás frente al micrófono, tampoco es la oportunidad para ver quién saca la peda en cuanto acabe la lectura, mucho menos es creer que sólo los que están ahí representan a la poesía, o considerar que alguien que gane desde un slam hasta cualquier concurso institucionalizado es un gran poeta. La verdad es que la poesía no sabe de premios, de prestigio, de fiestas o de imagen, todo eso es lo que se le ha endilgado desde la actualidad en la que vive esta ciudad con relación a su comunidad literaria, una carga de sentidos que revelan más ignorancia que trabajo en sus creaciones.
No digo que todos los que acuden a esos eventos sean malos poetas ni que los eventos no deban llevarse a cabo; quizá una de las mejores cosas que se puede sacar de ello es que hay una necesidad viva de la poesía y un esfuerzo activo por la promoción de la misma, pero es evidente que antes de promocionar al quehacer poético habría que pensar con criterio si la propia escritura, y el compromiso con ella, proviene del trabajo y el talento o de la necesidad por una imagen pública y el reconocimiento vacío. Ambas cosas pueden llevar a la soberbia, pero si se va a ser soberbio que al menos haya una causa probable para ello. O, tal vez, como en mi caso, lo responsable sería darse cuenta que no es algo para lo que se tiene la sensibilidad adecuada ni la responsabilidad necesaria, e ir por otro lado. Lo mejor es que, sea cual sea el caso, la poesía encontrará la manera de sobrevivir a todos.
When the sky Splits// Open it weeps
In the Sonoran Desert, coyotes howl and an empty moon. You tell me that you´re thirsty and so we stop, near a carretera, to drink some water. Bottles filled with bright yellow piss rattle against my body.
Above you, a helicopter painted blood red and bright blue slices through the sky and the stars unravel like the zipper on your pants. Huddled beneath a dying mesquite, you cry for your mother.
In the Sonoran Desert, when the sky splits open it weeps. It rains quicksilver tears stolen from our bodies.
Cuando el cielo se abre// derrama lágrimas
En el desierto de Sonora, coyotes búho y una luna lánguida. Me dices que estás sediento y entonces nos detenemos, cerca de una carretera, para beber agua. Botellas llenas con una reluciente orina amarilla cascabelean contra mi cuerpo.
Sobre ti, un helicóptero pinta sangre roja y rebanadas de azul centelleante, a través del cielo y las estrellas se desenreda como el cierre de tus pantalones.
Acurrucado debajo de una mezquita moribunda, lloras por tu madre. En el desierto de Sonora, cuando el cielo se abre derrama lágrimas. Lluvia de lágrimas de azogue robado de nuestros cuerpos. (MMC)