JOSÉ LUIS DÁVILA*
Crispados, convulsos, videntes de todo y, sin embargo, ciegos; así es como, querido lector, pudieran caracterizarse los últimos tiempos en la materia que elija, no importa cuál, la de su preferencia.
Incluso, si quiere, escoja dos o tres temas al azar desde las páginas del periódico que más le agrade de acuerdo con sus convicciones editoriales. O, si es de esos que ya no se ensucia los dedos con tinta, del sitio web que mejor le acomode: de este, desde el cual lee en este momento, si es que le da flojera abrir otra pestaña en el navegador de su celular; porque, puedo casi apostarlo, está usted leyendo esto desde la pequeña pantalla de ese aparatejo. Quizá esa sea, realmente, la única diferencia que haya entre estos “últimos tiempos” con cualesquiera otros “últimos tiempos” que hayan existido antes o que existirán después, ya que resulta, y resalta, que tenemos la memoria muy corta por lo cual no vemos más allá de nuestras propias narices si no es para juzgar a otro, o para depender de alguna nueva tecnología, sobre todo cuando esta última resulta que nada más rediseña o añade una función mínima, casi un detalle ínfimo, a alguna otra que ya hubiera.
Pero, ¿no es ese todo el sentido de que, precisamente, exista la tecnología?, se preguntara, lector mío. Tal vez tenga usted razón, no niego la posibilidad de que mi ignorancia respecto al tema de la tékne pueda ser más grande de lo que he pensado toda mi vida. Sin embargo, si ese es el caso, creo que ambos estaremos de acuerdo en que, ciertamente, la idea central del avance tecnológico es la actualización continua, en proceso, de un objeto ya existente y no el objeto mismo, algo que a la mayoría de las personas se le olvida, provocando un consumo insaciable de lo más nuevo, lo más actual, lo más moderno.
Se preguntará, lector, ¿a qué viene todo esto? Hace apenas cien años, tras la primera gran guerra europea, la sociedad, a la par de su recuperación del horror de las trincheras, se dio cuenta que para superar el trauma no había manera más eficaz que la de romper toda relación con los “últimos tiempos” previos a 1914 y fundar unos nuevos “últimos tiempos” sobre la idea de actualidad, una concepción que llevaría al mundo a nuevas fronteras, nuevas instituciones, nuevas organizaciones, nuevos entretenimientos, nuevas filosofías y, sobre todo, nuevos problemas. Y entre tanta novedad, en el arte la persecución de esa llamada actualidad no se hizo esperar.
La segunda década del siglo XX se vio marcada, en el terreno de lo artístico, por la aparición de Tristan Tzara y su propuesta del Dadá como un avant-garde, algo que en la tercera década mutaría constantemente, dependiendo de la interpretación a partir del contexto de cada cual que se acercara a la idea primera, lo que terminaría por complicarse dado que, como toda consecuencia de una guerra, esto sólo abonó a la segregación y pugna entre grupos sociales. En otras palabras, y aunque le suene a usted como una perspectiva gratuitamente pesimista, los movimientos de vanguardia en el arte no fueron más que un crisol de diferencias irreconciliables debido a ideas que, en muchas ocasiones, nada tenían que ver con el arte, queriendo opacarse unas a otras. Como resultado de esto, las obras y autores fueron encerrados en nichos temporales e ideológicos por lo que se empezaba a denominar como “crítica especializada”, misma que desde un discurso intelectual y academicista empezó a designar calificativos para describir los avances técnicos, intrínsecos, del proceso creativo, calificativos como “crispado” o “convulso” que se seguían por una apelación al lector para generar colusión y esparcir opiniones como si fueran verdades.
Sin embargo, mientras todo lo anterior pasaba en Europa, la idea de la vanguardia en México tomó un rumbo distinto. El primero de enero de 1923, y con el deseo de un feliz año nuevo, los estridentistas lanzan su manifiesto en la ciudad de Puebla, el cual se puede ver como un documento que sintetiza lo que dos años antes había publicado Manuel Maples Arce bajo el nombre Hoja de vanguardia. Pero, aunque en toda regla, desde la concepción europea, este movimiento fue una vanguardia, quizá sea mejor denominarlo como una antivanguardia, ya que, al contrario de los movimientos que buscaban asirse de una ideología para generar sus manifiestos y posturas reaccionarias, los estridentistas buscaban la defenestración del reaccionarismo, la eliminación de las posturas unisistémicas, e incluso la celebración y aprecio del paso del tiempo en el proceso técnico/tecnológico; en vez de la veneración al objeto como hacían los europeos, quienes obtenían con su postura pura necedad de posesión sobre la verdad, una posesión cosificadora, los estridentistas ejercían su ignorancia, haciendo que defender al mismo estridentismo fuera una vergüenza intelectual, ya que entonces se estaría cometiendo el mismo error cometido en el pasado, el error que había llevado a la segregación, la guerra y la crisis: creer que los últimos tiempos son únicos, carecer de conciencia histórica, darle la espalda al cuestionamiento continuo, cancelar el progreso por temor a sus nuevos resultados cuando tales no son convenientes.
Bajo esta perspectiva, querido lector, tal vez convengamos en que cien años (y diecinueve días, tomando en cuenta la fecha en que escribo esto) después del manifiesto que terminó de amalgamar al estridentismo, no sería mala idea retomar algunas de sus premisas, quizá no para crear nuestra propia vanguardia, pero qué tal para acercarnos al conocimiento, por poner un ejemplo. Sobre todo si usted, querido lector, está leyendo esto desde su celular porque desde hace tiempo todas sus lecturas las hace desde ese aparatejo, si ha creído que su opinión sobre la tecnología era más válida que la mía antes de esperar a leer completo este texto, si se queja de que otros consuman lo más nuevo de lo que les atrae pero suele hacer lo mismo con lo que atañe a sus propios gustos, y, con mayor razón, si es de los que cree que sus tiempos eran mejores que los tiempos que vive, los cuáles, déjeme informarle, también son sus tiempos.
Si se identifica con algo de todo lo anterior, no se preocupe, no es su culpa, es más bien que nuestra cultura a lo largo del siglo XX fue adaptándose a una perspectiva eurocéntrica, dejando de lado la autocrítica que la nutría, autocrítica que el estridentismo pretendía y por la cual es valioso recuperar su memoria, pues quizá así no queramos pretender alcanzar el sol mediante la copia a la técnica de otros, sino usar lo que tenemos al alcance para apagarlo, por ejemplo, a sombrerazos.