Desde que nací supe que no iba a tener buena suerte. Mi mamá murió cuando yo tenía cinco años a causa de tuberculosis. Después de eso no quedó mucho de lo que se podía llamar familia. Mi papá no supo qué hacer con ocho hijos así que nos llevó a una mina abandonada, tratábamos de sobrevivir entre piedras y hambre hasta que unos días después nos encontraron. A mis hermanos los mandaron con familias, menos a mí.
La deformidad en mi ojo y el carácter que tenía hacían que nadie me quisiera, es por lo que terminé siendo propiedad del estado.
Viví la infancia con una mujer que solo me cuidaba por el dinero que recibía. A tan corta edad ya conocía la violencia y el rechazo, eso mismo era lo que me había convertido en un problema. El poco tiempo que pasé en la escuela no fue más que burlas. Todo mi alrededor se había encargado de hacerme sentir mal, las bromas constantes me torturaron toda mi adolescencia.
Me arrestaron por no asistir a clases. Le dije al juez que prefería un reformatorio antes que un hogar sustituto. A los 17 años ya estaba en la penitenciaría, donde agredí a otro preso con un bate.
Salí en 1950, luego de un tiempo en Joplin me fui a California a trabajar como lavaplatos. Un día, sin un motivo claro compré una pistola, a veces actuaba sin pensarlo dos veces.
Fue un 30 de diciembre cuando hice autostop. Un mecánico me subió sin sospechar nada. No tardé en robarle, amenazarlo para esconderlo en el maletero, sin embargo, logró escapar. Su coche se quedó sin gasolina, lo que me llevó a otra oportunidad.
Una familia completa esta vez: Carl Mosser, su esposa, sus tres hijos y una mascota. Los mantuve cautivos, conduciendo durante días. Carl intentó defenderse en una gasolinera, pero no era más fuerte que yo. Decidí matar a todos, incluso al perro.
Tiré los cuerpos en una mina, cerca del lugar donde mi papá me había dejado de niño. No pude evitar recordar el abandono, ese momento había dejado una gran marca dolorosa.
Volví a California donde dejé el auto lleno de sangre y me escondí. Tomé como rehén a un ayudante del sheriff llamado Homer. Me caía bien su esposa; me había tratado como un ser humano (trabajamos un tiempo juntos), por eso no lo maté. Pero sí maté a otro: Robert Dewey, un vendedor que intentó quitarme el arma.
Luego crucé la frontera con dos cazadores que también secuestré. Pensaba que nadie me encontraría hasta que, en Santa Rosalía un policía mexicano me reconoció. Me quitó el arma y me arrestó.
En Oklahoma me dieron 300 años por los Mosser y en California me condenaron a muerte por Dewey. El 12 de diciembre de 1952 caminé por el corredor de la muerte donde esperé mi ejecución.
Dije lo que siempre sentí, mis últimas palabras: “Los odio a todos, y todos me odian a mí.”
Mala suerte. Así estaba marcada mi mano izquierda: Hard Luck, ese era mi destino.
Esa noche cerré los ojos y parte de mi murió, mientras la otra se repartía entre periódicos y noticieros.
Mis fotos se encontraban impresas sobre portadas de miles de periódicos. Un pequeño niño, de quizá ocho o nueve años, observó mi rostro sin entender del todo lo que había provocado. Quince años después, ese pequeño conformó una banda y regresé a su mente para formar parte de una canción.
Más tarde durante la grabación de su álbum L.A. Woman. Juguetearon con el tema (Ghost) Riders in the Sky. Robby marcó un trémolo bajo con la guitarra, John fijó un ritmo suave de jazz, Ray creó nuevamente una línea de bajo con la mano izquierda mientras que con la derecha otra de sus introducciones con el teclado. A Jim se le ocurrió añadir la letra “killer on the road”. Así nació la canción “Riders on the Storm”.
“There’s a killer on the road
His brain is squirmin’ like a toad
Take a long holiday
Let your children play
If you give this man a ride, sweet family will die”
Además, el cantante revivió mi historia en una película donde pudo sentirse en mi piel, formar parte de mis pensamientos más profundos donde rememoró mis asesinatos haciendo autostop y engañando a familias con una pistola calibre .32.
Incluso decidió hacerle una broma a Michael McClure por teléfono, donde lo engañó diciéndole que había hecho autostop en el desierto para matar al conductor, sorprendentemente lo creyó.
Siempre supe que la lluvia, aunque parecía lavar la sangre, no cambiaba nada. La muerte siempre permanece. Ni la tormenta ni el tiempo pueden alejar nuestro final. Y aunque cierren los ojos, el asesino sigue en la carretera.
IG: @l_Qilith13