Junio siempre es un mes bueno.
Es la antesala del verano, el sol brilla, salen los bikinis y las chelas.
Cuando eres joven (muy joven) en este mes se ven realizados tus anhelos de abandonar la escuela, donde has pasado previamente los 200 días que marca por ley el calendario escolar.
Ahora, como antes, también existen los famosos tetras, es decir, ciclos de cuatro meses. En esas escuelas la condena es menos larga.
¿Cómo decide un joven de 18 años lo que va a estudiar?
No es una decisión fácil, pues la carrera que elijas será la que más adelante sostendrá tu vida, no sólo laboral, sino la vida en general. Una mujer nunca quiere casarse con un fracasado, ergo, lo que decidas estudiar también afecta a tu vida sentimental. Incluso en ese periodo es donde se suele encontrar a la media naranja, o mejor dicho, a la otra mitad de tus patologías.
En mi caso personalísimo, la verdad es que nunca supe qué quería estudiar. Es más, tan sólo la palabra estudio me provocaba unos bostezos impresionantes. Seamos francos; a los 18 años, ¿qué carajos vamos a tener la madurez para elegir correctamente?
Sólo los nerds o los geniecillos o los hijos de empresarios potentados saben en realidad lo que quieren ser “de grandes”. También los artistas siempre saben que querrán ser artistas. Al que le gusta pintar, le gusta pintar desde el kínder, como al que le gusta la música o la escritura. Pero en estos casos, casi siempre la familia se interpone en la decisión, encorsetando al pobre muchacho. Ya se sabe, los peores enemigos de los artistas son los padres o los familiares muy cercanos. Esto acarrea ciertos problemas, ya que el muchacho que quiere dedicarse a la música profesionalmente tendrá que cometer parricidio para poder cumplir sus sueños.
Pero hablemos de las mayorías.
La mayoría de los jóvenes entre 18 y 20 años no están preparados para visualizar correctamente el resto de su vida. A esa edad uno quiere fiesta, viajes, alcohol, drogas y mucho sexo.
Esta es una constante. Los que eligieron mal han vivido y seguirán viviendo la consecuencia de una decisión que el sistema te obliga a tomar precipitadamente, y al haber errado el camino, la ruta no puede ser otra más que la del resentimiento y la frustración.
He tenido la oportunidad de convivir con jóvenes que van saliendo de la preparatoria y en verdad es alarmante darse cuenta que en sus manos estará el futuro del país y del mundo. Pero igual y eso mismo pensaban nuestros padres de nosotros y los abuelos de nuestros padres. Al final del día cada generación siente que la suya ha sido la mejor.
Distraídos y abúlicos han existido desde que el hombre es hombre, pero al menos en las generaciones pasadas aún se podía hablar de un término que hoy suena más caduco que una lata de Campbell’s de la CONASUPO: la vocación.
Como fui parte de una comunidad escolar católica, el tema de la vocación era el pan de todos los días, y hasta a los más pránganas se les oía hablar de ese “llamado” para lo que estaban destinados. Ejemplo: Calpurnio Méndez, el bato más huevón del salón, sabía cuál era su vocación. Él siempre supo que iba a ser un rufián de oficio y le echó muchas ganas para alcanzar sus metas. Lo último que supe de Calpu es que fue cooptado por un grupo de la delincuencia organizada y la ha hecho en grande en el malandrinaje.
Tomando el sol y escuchando a los vecinos atizando a sus hijos para que dejen el teléfono y se pongan a estudiar historia o matemáticas para los exámenes finales, comienzo a leer Ruido de fondo de Don Delillo, y justo arranca con una escena en donde los padres van a dejar a sus hijos a la universidad. Es entonces cuando me pongo a pensar en esos años en los que el reloj iba a contraflujo para los estudiantes porque tenían que elegir al trancazo hacia donde querían direccionar su futuro.
Yo nunca lo supe.
Sigo sin saberlo, pero el azar me llevó por los caminos más minados y fangosos, y mi verdadera escuela, la vagancia, me dio lo que ningún título escolar hubiera podido: experiencia y vida para bailarla, contarla y bebérmela tumbada frente al sol.