Es complicado sacar a bailar a la muchacha que te gusta cuando tienes 17 años. Sobre todo si eres un chavo enjuto que está más cerca del matadito perdedor que del chico popular.
“El no ya lo tienes”, dicen las mamás cuervo antes de que el joven se atreva a dar el paso. Y sí; el no se tiene de antemano, pero puede ser que ese “no” se refrende ante un súbito ataque de pánico sobrevenido de un descolón propinado por la damisela.
El papel del hombre no es nada fácil en la primera juventud, donde lejos de habérsele formado el carácter vive en la ambigüedad de ser un crustáceo que no tiene personalidad, y a veces sólo basta el latigazo del rechazo para que el susodicho se convierta en un tipo taimado y posteriormente en un ser acomplejado incapaz de establecer relaciones sanas.
“El no ya lo tienes”.
¿Y si ese “no” se traspasa y se vuelve un sí?
La muchacha accede al baile, el niño deja de serlo y encuentra el caminito hacia otro mal de su género que es el donjuanismo. ¿De verdad no hay punto medio?, me pregunto cuando pienso en aquel muchacho que le rogó y le rogó a una amiga para que saliera con él, y ella lo mandó al caño todas las veces posibles, y luego, con los años ese muchacho hizo de su rencor una bulimia hasta convertirse en asesino. También pienso en cómo se enfrenta un “no” de este lado, es decir, del lado de la mujer.
Creo que aunque no nos guste la idea, la mujer históricamente ha tenido que hacerse tolerante a la frustración. Mi primer gran “no” lo recibí de papá y fue un “no” rotundo que me hizo pedazos… por cinco minutos.
Ese “no” surgió de una necedad. Yo quería algo imposible, algo absurdo como pintar mi caballo de rosa. Así que ese “no” fue un “no” aceptable, a pesar de que en mi mente sádico-infantil era posible, y más que posible, increíble, el hecho de pintar un caballo de rosa. A esa clase de “no” me enfrentaba mientras mis compañeros varones se enfrentaban a esos “no” devastadores que provienen no del padre ni de la madre, sino de la mujer (niña) de sus sueños.
Pienso en Ángel: un niño monísimo al que mandé por los cigarros en la secundaria. Lo mandé con todo el sadismo que cabía en mi metro y medio de estatura, prometiéndole como pago un beso. Minutos después, Ángel volvió con los cigarros y un peluche para mí. ¿Y qué encontró a su vuelta? Un “no” cruel. El “no” más gráfico y vil, es decir, encontró a su pretendida besándose con otro niño que ni le había ido a comprar cigarros ni le llevó un peluche. Pero Ángel no cejó en su lucha, al contrario, ese “no” terrible catalizó su ira y le rompió a tal grado la inocencia que con el tiempo se vengó, no conmigo, sino con sus noviecitas posteriores. Ya de adulto ese Ángel le hizo la vida de cuadritos a las mujeres que caían en sus garras.
Por eso digo que sacar a bailar a una muchacha a los 17 años es complicado.
Más si se tiene en casa a una madre-bruja con complejo de Elektra que en lugar de herir al hijo con una buena dosis de realidad, prefiere aniquilarlo al evitar que salga del huevo… por los suyos…