Los años pasan y el rock sigue ahí como un viejo sauce que llora sin perder las hojas.
Dicen que las drogas se comen las neuronas de los hombres.
Las chicas vienen, se enloquecen y se acuestan.
Se vienen, se levantan, se sientan, se entristecen y se van.
Regresan, huyen, pero tarde o temprano, golpean y se van.
Los años sesenta mataron a muchos, hicieron ricos a pocos y envilecieron a los demás.
Sólo los más fuertes o lo más bellos o los adinerados o los que se vendieron bien sus almas o los que innovaron o los que no fueron aplastados por la ola tóxica, llegaron al final.
Unos quedaron sordos.
Otros ciegos, jodidos y locos.
Otros huérfanos, muchos malviajados, dos o tres rengos y varios mancos o apendejados.
Llegaron los setenta y los estudios “de primera”: Allan Parsons no era un señor que vendía pavos para navidad. Hubo de todo. Más Hertz, más decibeles, más instrumentos; y coca y bencedrina y alcohol en grandes cantidades.
Modelos en minifalda llegaron, se enloquecieron, se acostaron, se bajaron, se fajaron, se sentaron, se desesperaron, se enriquecieron, se fueron, regresaron, esnifaron y se esfumaron.
Otras tantas no llegaron a tiempo a la repartición de placer y acabaron siendo devotas madres de familia.
¡Hey, Joe!, los niños buenos no sirven para el rock.
Es la regla general: hay que tener algo mal en el cerebro o destrozado el corazón.
Hay que tener un padre te haya manoseado o una madre que se haya lanzado por la ventana o un cura que te haya empinado o un bastardo te haya cortado cartucho en la sien durante la tierna edad en la necesitabas un abrazo o un beso… no un plomazo. Sólo un poco de amor.
Los niños buenos bailan mal.
Los rudos se estremecen, se revuelcan, se desnudan, se estrujan, se la jalan, se avientan de espaldas, como una prueba de confianza hacia la turba embelesada que gime abajo, en el desván.
Es la única fe posible. Es la única forma de hacer cable con la tierra si te dedicas al duro oficio del rocanrol.
Hace unas semanas Paul Mc Cartney cumplió años. Muchos, los suficientes como para decir: ya vine, ya cumplí, ya me voy. Pero el viejo Beatle insiste en seguir en el camino. No escapa de la banda, ni del aplauso unánime de una nación que lo ha puesto al nivel de la realeza. Porque se lo ha ganado.
El tiempo ha sido generoso con sus neuronas.
Vale la pena revisitarlo de vez en cuando. Reconciliarse con él si de pronto lo hemos olvidado.
Larga vida, ¡muchas vidas más!