Mientras buscaba un vestido, paré la oreja y escuché a una parejita que estaba junto a mí. Una pareja joven. Una pareja de hombre y mujer. Una pareja que estaba discutiendo caldeadamente pues, al parecer, él traicionó la confianza de ella. Lo supuse así por la cara de la mujer: una cara de hastío, de molestia.
Acercándome más a la pareja comprobé que, efectivamente, algo había hecho él que traicionó la confianza de ella. Seguro le fue infiel, pensé. ¿Qué otra cosa podría transfigurar el rostro de una mujer de aquella manera? Él le había sido infiel y ella se había enterado.
Las mujeres siempre se enteran de las infidelidades de sus hombres. No me pregunten cómo, pero siempre se enteran. Los hombres son primitivos y distraídos y en cierto grado exhibicionistas, así que es fácil desenmascararlos. Esa es la verdad.
Me ha pasado mil veces, pensé mientras descolgaba un vestido y buscaba unos zapatos que combinaran. Los hombres, si no son tarugos por naturaleza, son exhibicionistas aficionados y le juegan al héroe, sin embargo, cuando se les cae el teatro lloran como bebés estreñidos. Esa es la verdad, pensaba. Y escuchaba a la muchacha quejarse amargamente y volteándole la cara a su novio (o quizás fuera su marido). Es lo que menos importa.
Si son novios o si son esposos, el hecho es igual de condenable. Lo curioso es que, mientras lloraba, la chica le amontonaba al hombre en las manos las prendas que se había probado. Me las llevo todas, decía entre sollozos. Y yo pensé: haces bien, compañerita. No hay mejor remedio para el mal de amores que llevar a la bancarrota económica a quien vilmente nos lleva a la bancarrota emocional. Haces bien, pensaba.
Pero todavía eres muy joven, pensaba. Yo que tú, en vez de agarrar dos blusas y dos vestidos, tomaría un bolso de los más caros y un par de zapatos de varios miles de pesos para castigar al tipo. Ojo por ojo, diente por diente. Y con esos vestidos nuevos y con esa bolsa y esos zapatos nuevos me saldría a ponerle los cuernos como él me los puso, sólo que con un extra de veneno: vestida y calzada con lo que él mismo pagó, pensaba.
Sin embargo, la muchacha era muy inexperta para arremeter de esa manera tan perversa. Sólo las mujeres que arrastramos el colmillo y que poseemos un historial de engaños previos, sabemos cómo cobrarnos las afrentas con jugosos réditos. Esa es la verdad.
Total, que la pareja salió de la tienda. Ella con el mismo rostro desencajado —pero con varios outfits nuevos— y él con la cola entre las patas y con miles de pesos menos en su billetera, aunque no los que debería haber perdido por jugar con los sentimientos de su novia, pensé.
La pareja se alejó y yo me quedé reflexionando sobre la confianza. Esa que sólo se otorga genuinamente una vez, y si se traiciona, nunca vuelve a ser igual. La confianza que se refrenda es una confianza frágil, manoseada. Entonces clavé mi vista en el par de zapatos que finalmente escogí para ponerme en la fiesta.
Miré los zapatos y medité sobre las parejas, todas las parejas, no sólo en la que acababa de salir de la tienda. Miré los zapatos y divagué con la idea de que los zapatos se parecen a la confianza, es decir, si se pierde uno, el otro no sirve para nada… incluso si llegáramos a encontrar un zapato idéntico para reponer el zapato perdido, no sería igual ya que un zapato se vería más viejo, más usado que el otro.
Perder un zapato es como perder los dos zapatos. Si pierdes un zapato, el sobrante está condenado al ostracismo. Una vez perdí un zapato después de correrme la francachela más atroz de mi vida. Esa juerga, debo confesarlo, terminó de la peor manera: yo, amenazando a un rufián con una botella vacía de champaña.
Evidentemente, el agravio fue grande, tan grande como el golpe que iba recibir el sujeto, quien se libró del golpe gracias a que un amigo me cargó en andas y me llevó hacia mi carro. Pero en pleno forcejeo, por ir moviéndome como loca, perdí un zapato. El zapato simplemente se desprendió del pie y quedó abandonado en la calle.
Era tanto mi enojo que ni cuenta me di que había perdido un zapato; hasta el día siguiente, cuando recordé el desaguisado y acomodé mi ropa en su lugar, me percaté que el zapato izquierdo no estaba, y como era uno de mis zapatos favoritos intenté recuperarlo. Fui a buscarlo a la calle sin éxito. Luego pensé en irme a comprar otro zapato igual. Llegué a la zapatería y pedí los mismos zapatos. Me probé el izquierdo, es decir, el zapato faltante, y le rogué a la vendedora que me vendiera sólo el zapato izquierdo, lo cual no quiso hacer, por supuesto.
Nadie en su sano juicio va a una zapatería a pedir que le vendan un solo zapato. Es el par o es nada. Y con nada me quedé, ¡o no!, no es verdad; me quedé con el zapato derecho. El zapato único. El zapato que no había perdido en la borrachera. Era un zapato precioso, pero ahora completamente inútil, pensaba al momento de pagar mis prendas en la tienda donde vi a la pareja enojada. Pensaba –y pensaba bien– que la confianza no se refrenda ni se suple con una confianza nueva. Es tan absurdo como querer ir a comprar un zapato izquierdo. Creo que los zapatos ofrecen muchas metáforas, una de ellas, la pérdida de la confianza. La pérdida de algo único.
Ahora bien, pensé, después de la borrachera pude haber comprado el par nuevo, es decir, unos zapatos idénticos a los que se habían divorciado, sin embargo, esos zapatos nuevos ya no eran ni serían jamás los mismos zapatos: cómodos, adaptados a mis pies.
Hubieran sido simple y llanamente OTROS zapatos, no MIS zapatos favoritos. Como la confianza rota entre parejas: se puede volver a confiar, ¡y de qué manera!, pero no en la misma persona, lo que da como resultado una confianza nueva, es decir, confiar en otra persona digna de recibirla.
¿Qué otra cosa es irremplazable cuando se pierde?, me pregunté llegando al estacionamiento del centro comercial. Cuando un zapato se pierde, estás perdiendo realmente el par. Así la confianza entre dos, pensaba. Pasa lo mismo con los guantes, claro, ¡y con los aretes!, por supuesto.