En la generación anterior a la de mis padres,
cuando los viejos evocaban sus años juveniles, hacían relatos acartonados, llenos
de corrección y solemnidad; se referían a
la juventud con mucha distancia y como
si ese periodo hubiera sido vivido por una
versión mínima y desdibujada de sí mismos, retocada al pastel… como las propias fotografías que
pendían de sus muros: pequeños señorcitos con calcetines
a la rodilla, pajarita y rubor en las chapas.
Nada más alejado de la vivacidad.
Una generación de plomo, como los soldaditos.
Claro, era la niñez de entreguerras.
De pronto, en México, el cambio se dio en un jardín, detrás de una gran piedra.
Y los adolescentes rompieron la barrera del usted para
abrazar el tuteo.
Aparecieron entonces nuevas palabras extraídas del jolgorio cotidiano de la ciudad, del espíritu del barrio, de los
pasillos de los institutos.
Chale, simón, nel, banda, chaviza, rola, yavás, la buena
onda….
José Agustín irrumpió como una bocanada de aire fresco en la escena literaria, pero también llegó, sin pretenderlo, a los no-lectores.
Su desparpajo inoculó de chispa a esa generación y a las
que siguieron.
Nuestra forma de hablar, y por lo tanto, de movernos
entre los demás, se desprendió de atavismos morales.
Los jóvenes pudieron, por fin, ser jóvenes.
Después de La tumba y De Perfil, la casta del escritor pedantesco y encorsetado en su mundo de lirismo y erudición sufrió un reacomodo, pero esto no hubiera podido
ser posible sin la figura de Juan José Arreola
Arreola, que ya había roto con la cuadratura literaria a
partir de un género en específico, pues, hizo novelas, sí, y
también cuentos maravillosos, y guiones y ensayo, sin embargo, fue el primero que se atrevió a no quedarse con las
ganas de reunir todos los elementos anteriores y meterlos
en su chistera para sacar de ella al conejo blanco que él
llamó “varia invención”.
Debo confesar que no he sido una lectora constante de
José Agustín, pero he leído sus imperdibles.
Cuando comencé a hacer mis pininos en la escritura, Enrique Serna, amigo cercanísimo y admirador de nuestro
personaje, me hizo hincapié en revisitar siempre sus libros
para “quitarme las falsas veleidades intelectuales y poéticas” que padecen los nóveles escritores o los aspirantes a
publicar. Así lo hice, y fue entonces que me enganché, no
tanto de sus historias, sino de su melomanía.
Su hijo, Andrés Ramírez, fue mi editor en la primera novela que publiqué, y a partir de entonces seguía con curiosidad las historias que subía los fines de semana en la casa
de Cuautla, en donde hasta hace muy poco se veía a José
Agustín entre libros, música, cuadros, cigarrillos, vino y
bastantes cervezas.
Los últimos días del maestro estuvieron llenos de esa
ondita: los cielos algodonados, las monedas del Iching, su
amada Margarita (ingrávida maga blanca) sus nietos, la
banda de que formó, y la música que tanto amó.