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sábado, septiembre 7, 2024

Sin media de nylon, sin humo en los ojos, sin leontina ni traje de raya ¡Viva Emma Valdelamar!

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Yo debí haber vivido mi adultez en los años cincuenta.

Debí haber sido un noctámbulo crapuloso y bohemio.

Me hubiera encantado usar sacos de raya de gis y sombrero borsolino. Haber sido, quizás, un palurdo compositor rodeado de damas codependientes a las que, previamente, les hubiese roto el corazón con mis exigencias para luego ofrendarles la flor del perdón en un torvo bar de copas estrenando para el desagravio una canción dulce-amarga en donde despotricara contra mis destinos, pero que al mismo tiempo diera a entender que jamás los cambiaría; canciones para desplegar promesas las cuales sabría, de antemano, que jamás podría cumplir, pero lo suficientemente lacrimógenas y arrastradas para que llenaran a las muchachas de ilusiones efímeras que duraran lo que dura el propio bolero, y por último, advertir que, a pesar de ser yo un sinvergüenza, la luz en la canción aminoraría la carga de mi egoísmo ya que, al volverse un clásico de la noche, en cada interpretación nacería un rayo de esperanza para aquellas que fueran las víctimas propicias de mi extravío cotidiano.

Así me veo en un pasado remoto e inventado.

Un hombre que llamara la atención, más que por su galanura, por su consabido juego de ternura y crueldad a la hora del amor.

Pero, por otro lado, yo debí —también— haber vivido mi adultez siendo una mujer de la misma época del sujeto de leontina y tirantes.

Una que desafiara las normas morales del tiempo, no por vampiresa sino por fiera.

Componer canciones más al estilo de Emma Valdelamar que a lo Consuelo Velázquez o a lo María Greever.

Una mujer que llamara más la atención por sus palabras que por las medias de seda con raya trasera.

Sueños de opio, fantasías que uno tiene mientras se sienta a esperar que las horas pasen rápido en espera de que el día acabe.

Estoy sentada frente a la luz azul de una computadora mientras escucho por enésima vez uno de mis boleros favoritos, y mencionar que me hubiera gustado ser Emma Valdelamar no es arbitrario porque Mucho Corazón contiene una de las frases que más me gustan del bolero ranchero: “de mi pasado preguntas todo que cómo fue/ si antes de amar debe tenerse fe”.

Llevo toda la vida oyendo esta canción y está en mi top ten de boleros candorosos, y no sólo boleros, sino de las canciones que me llevaría en el único disco permitido para conservar en una isla desierta para escuchar hasta que la vida se escape.

La primera vez que oí Mucho Corazón fue obviamente en casa de los abuelos, de muy niña, en la primera versión que grabó Benny Moré, sin embargo, la que prefiero y amo (la única que tomo por buena y he repetido hasta el hartazgo en las francachelas) es la de Amalia Mendoza, La Tariacuri.

Debo confesar que tuve el cd de éxitos de La Tariacuri, y justo a la altura de este track, el brillante compacto terminó más rayado que una pista de hielo en un partido de Hockey.

Pensando en la historia de la pieza me conmueve aún más al imaginar a una mujer de ese tiempo, joven, pero avispada, confrontando a un don cabrón que la seduce hasta el delirio, y que aun demostrándole —ella— una rendición y entrega total, él osa poner en tela de juicio, más que la veracidad de sus sentimientos, la prevalencia de su virtud.

Yo debí haber sido tantas cosas en distintos tiempos…

Pero no pasará porque mi vida es ahora y sólo puedo conformarme con disfrutar la música y apropiarme de esas vidas en mi imaginación.

Aunque yo también doy —por un querer— la vida misma, sin morir.

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