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jueves, noviembre 21, 2024

Seis toros, seis

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La primera vez que fui a una corrida de toros, yo tenía 14 años y fue absolutamente traumático mirar cómo una panda señores en mallas y hombreras encajaba con toda la alevosía, espadas, banderillas y punzones sobre aquel animal que salía desorientado y asustado a un ruedo de arena.  

El toro aparecía en escena luego de que esa banda musical muy alegre entonaba una marcha conocida con la cual la perrada se exacerbaba y comenzaba a gritar a chiflar y a aplaudir.  

Estaba en Tlaxcala, uno de los estados más taurinos del país, justo el día que cerraba la feria regional.  

Yo había escuchado ya cosas terribles sobre la llamada fiesta brava en voz de mi madre. Decía que era horrible, el peor espectáculo que había presenciado. Que la había hecho sufrir de principio a fin. Nada tiene eso fiesta, decía. Es un despliegue de crueldad y estupidez, agregaba. Y narraba cómo la única vez que fue a los toros, se lo tuvo que pasar mirando hacia el piso, toda encabronada con el terco de mi padre que no quiso abortar la misión.  

Con esos antecedentes, y como para esa época todo lo que decía mi madre era verdad y ley, y lo que decía mi padre era necedad e incongruencia, asistí a Tlaxcala con algunos amigos; y sí, los primeros minutos me los pasé horrorizada, pensando que, una vez más, mi mamá tenía razón y que eso era la representación más clara de la poca evolución que ha tenido el sapiens desde que descubrió el chisme, la manera de dominar al otro y de utilizar el dedo gordo en una mano que se había vuelto prensil.  

La corrida en la que, si no me equivoco, toreaba Eloy Cavazos, se me hizo eterna; sin embargo, poco a poco me fui acostumbrando al ruidero entrópico de los villamelones que se iban pasando la famosa bota llena de vino para embriagarse. También reafirmé mis sospechas de que el ser humano acaba por adaptarse a todo, hasta al olor de la sangre y a participar, de una u de otra manera, en la danza de muerte.  

Acabé hipnotizada con la coreografía del torero: sus poses antes de enterrar la espada, sus gestos cuando ve venir la cornamenta sobre él y esa altivez, que también tiene el flamenco, a la hora de concluir un buen pase, ahí donde el público grita al unísono: ole.  

Después de aquella ocasión regresé a algunas corridas locales. Bastante malas, debo decir. Nada que me apantallara. Lo que sí nunca se me quitó era esa especie de remordimiento al sentirme cómplice de la tortura de un animal.  

Amo a mi perro y amé a un caballo que tuve, como a un humano, pero debo confesar, Susana, que he matado a varios pájaros en mi vida y lo único que he esperado luego de eso es mi propia muerte.  

La vida, pues, me fue acercando a personajes que poco o mucho tienen que ver con la ganadería y la tauromaquia; con ellos he podido escuchar el lado b de la historia. Una explicación que jamás dejará satisfechos a los contras, así como me pasó con los animalistas cercanos que festejaron que los elefantes y los tigres abandonaran el circo, siendo yo amiga de personas sumamente ligadas a este espectáculo del asombro…  

La vida y la muerte… temblando en la boca.  

Esta semana estuve en las dos plazas de toros más impresionantes del mundo: La Maestranza y Las Ventas. 

A la primera sólo fui a tomar fotos y conocer el museo. Me impresionó el color, no sólo de la arena (un ocre que nunca falla), sino de toda la estructura; no por ser roja la madera, sino porque pareciera que dentro de ella flota algo indescifrable. Vacía como estaba, podía percibir unos murmullos: fantasmas.  

En Las Ventas sí me tocó corrida. Una novillada. Y me sorprendió (y no) ver esa mole casi vacía. Los jóvenes aborrecen ese ritual argumentando que han tomado más conciencia que los sádicos que los antecedemos.  

La plaza semivacía, la arena mojada.  

Compré boleto en barrera, primera fila, para observar lo más cerca posible a los toreros y las actitudes de los empresarios. Y a los animales que serían sacrificados en aras del arte o de lo que quienes están inmersos en ese mundo consideran así.  

Llegué temprano. Me instalé en mi sitio, y en efecto, podía ver hasta lo que los ganaderos y los familiares de los novilleros escribían en sus teléfonos. 

En los ruedos y los anfiteatros es mucho más sencillo comprender el paso de las horas. Son enormes relojes de sol. Y hay un momento en el que el tiempo se parte en dos: entonces hay sol y sombra; día y noche. Lo bello y lo atroz.  

Una idea de esas raras que se me ocurren cruzó por mi mente: Nunca he visto a un torero negro. Los nóveles toreros son más delgados que los de antes. Figurines rubiecitos o castaños con caras angulosas como talladas por un escultor. Nalgas que ya quisieran muchas bailaoras.  Un microcosmos bastante elitista.  

Lo que sucede en ese pasillo es parecido a lo que pasa en las bambalinas del teatro; nervios, sudor, envidia, putería y lágrimas. 

Me busqué entre los personajes de esa mascarada. Soy el caballo del picador: irrumpiendo a escena siempre con los ojos vendados para evitar salir corriendo por el miedo a las embestidas.  

Seis toros, unos más grandes que otros. Uno más tímido que el anterior, surgiendo del pasillo sin sospechar que sólo volverán arrastrados por una cadena y una tercia de corceles con jubilosos cascabeles.  

¿Es un asesinato a sangre fría? 

Es brutal, sí. Pero nuestra especie lo es, lo ha sido siempre.  

Hay premeditación, claro: los señores se preparan para dar muerte, lo que no saben es si saldrán ilesos; por lo tanto, la ventaja no es tanta.  

El animal no decide estar ahí, es verdad, pero cuando ya no le queda de otra, lucha desde sus trescientos kilos, con sus propias espadas.  

Y sí, debo confesar que, en mi caso, disfruto un poco más cuando el toro se coge al torero, que cuando el artero de la daga finiquita al animal una vez que los demás lo han mareado con sus capotes rosas.  

Es un espectáculo de vértigo en el que pocas veces se da el indulto.  

Porque las reglas están hechas por los hombres, y los hombres son intrínsecamente otra clase de animales de sangre caliente y dan muerte a sangre fría.  

Aun con todo esto, puedo decir que encuentro belleza en la mosntruosidad. 

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