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jueves, noviembre 21, 2024

Reconstruyendo el barco

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A la memoria de mi hermano, Fernando Maspes

A saudade é o pior tormento
É pior do que o esquecimento
É pior do que se entrevar

(Chico Buarque).

 

Íbamos en un Cougar 1994 verde botella a una velocidad moderada en la lateral de la recta a Cholula.

Acababas de descubrir a Daevid Allen y a Gong.

Tu carro era una especie de casa okupa, lleno de chamarras, discos, colillas, pero eso sí, lo único que cuidabas como un tesoro era el estéreo de discos Kenwood; de esos que se sacaban del hueco dejando al tablero tuerto, huérfano.

Se te podía olvidar todo: la chamarra, la pipa robada, el teléfono recién comprado, el dinero, hasta las llaves de ese lanchón, pero nunca el estéreo y tu carpeta de discos.

Era 1998. Verano. Todos los compañeros vueltos locos para ver el mundial de futbol; a ti siempre te fue indiferente aquel deporte. Nuestro deporte, nuestros goles consistían en llegar a la escuela e irnos al campo de futbol, junto a la alberca abandonada y llena de escombros, para presumir los nuevos descubrimientos. Hacía más de tres años que nos conocíamos, cuando llegaste con tu acento michoacano y tu chamarra pasada de moda con el logo de cerveza sol en la espalda.

Entraste al salón y te pusieron en un pupitre delante del mío. Yo estaba aburrida, como siempre, de oír las clases de Severo, ese gran maestro que era víctima de todos los buleadores. Aún no se les decían buleadores, sino ladillas. Lacras. Y delante de esa lacra te pusieron: era yo, una chamaca morenilla con jiotes en la cara, librando la tétrica batalla contra la adolescencia.

Vi tu chamarra y me reí. Hice volar un papelito con baba hacia el otro extremo del salón, en donde estaba Arsel. La notita húmeda decía: ve a este güerillo que llegó. Que alguien le explique que el peinado de hongo dejó de utilizarse hace años.

Olías a perfume caro. Eras fresilla, pero michoacano. Tu hongo en la cabeza me hacía el favor de impedir que viera las complicadas ecuaciones que nunca supo explicar Severo.

Yo había llegado a esa escuela tres años antes y sabía que siempre es un trance ser el nuevo. Por eso te hablé. Toqué tu espalda y volteaste. Vi entonces esos dientes gigantes, los dos frontales separados como las teclas de un piano antiguo. Te llamabas Fernando, pero el único Fernando al que respetaba en el salón era al Jiménez, otra lacrita en potencia. Así que mejor te llamé por tu apellido: Maspes. Nunca había oído tal apellido. Y así, sin cabildearlo con mi bolita, el famoso “cuarteto diabólico”, te invité a pasar el recreo con nosotras.

De entrada, te gustó Edurne; y cómo no, si a sus 13 años ya era portadora de unas nalgas estupendas que contrastaban con la delgadez y la lisura de los demás miembros de la bola. Luego ya te fuimos gustando todas, obviamente. Y a todas nos gustabas un poco, pero solo por ser el nuevo y porque no arrastrabas la voz como los poblanos. A nosotras los que nos atraían eran los chavos de prepa: Dante, que murió a los 18, Miguel Zago, Espitia, Angel Bustos. Tú eras de nuestra edad, así que descartado. Pero de inmediato te adoptamos. Yo más que las demás. Por una razón: nos gustaba fumar alitas y los discos raros. Mi papá te amó desde que te llevé a casa porque eras un chamaco con buenos gustos musicales. Te interesaba el bossa nova y el jazz, aunque para ese momento estabas en tu etapa Jim Morrison.

No tardamos en volvernos los mayores faltistas de la clase. Todos juraban que nos íbamos al campo para besarnos, cosa que no pasó, al menos no en ese momento: nos escondíamos entre las piedras de la alberca del campo para intercambiar casetes, hasta que un día llegaste con una guitarra de Paracho, modesta, que no sonaba bien. No sabías afinarla de oído y no existían las aplicaciones. Pero pese a ese contratiempo, sacabas la espiga y tocabas, un poco atropellado, People are Strange. A mí me daba pena cantar. Mi voz era y sigue siendo mofletuda, así que yo sólo echaba relajo y bailoteaba al lado tuyo para llamar la atención de los de prepa. Me ponía un resorte alrededor del pelo, pintado de rayos rubios, y sentía que era una jipi tardía. Entonces me dijiste que yo era Pamela, la novia de Jim Morrison. Lo hiciste como una treta para ver si lo que procedía era que te aplicara la de ser tu grupi. Pero para esas alturas yo ya tenía mis ojos puestos en un rufián que jamás me hizo caso, y no pasó nada. Seríamos hermanos. Hermanos siempre. Yo te cuidaría de las lagartonas que te cayeron a partir de que mis burlas te llevaron a cortarte el hongo del pelo; tú me cuidarías de los malandrines que ya empezaban a rondarme. Y así fue, siempre estuviste ahí para advertirme en dónde me iba a dar contra la pared. Y justo ahí era adonde me precipitaba por llevarte la contra.

 

Hoy te escribo esto y la imagen del Cougar verde viene a mi mente como el recuerdo más triste.

Estuviste presente en mis mejores eventos y en mis más abruptos descalabros. Me presentaste al hombre con el que me casé, fuiste a mi boda con María, la inglesa, y bailamos mi vals de Frank Zappa. Cuando viste una oportunidad, le arrebataste a la novia al recién casado (el querido amigo que estaba llevándose a tu mejor amiga) y me dijiste: ¿quién se está casando? ¿Cuál de las Alejandras que he conocido en todos estos años? Yo te dije: Pamela Morrison. Reímos y me devolviste al ruedo de los padrinos y los familiares. Bebiste pulque hasta no verte Jesús mío.

 

En esta vida he tenido muchos amigos, más hombres que mujeres. Y casi todos van y vienen, y nos olvidamos por temporadas largas, y cuando nos volvemos a topar somos perfectos desconocidos.

Contigo fue diferente: no hacía falta ir a comer o encontrarnos en las fiestas de exalumnos; simplemente con descolgar el teléfono y llamar, la vida se renovaba. Fuimos creciendo paralelamente pese a las distancias. La música fue nuestra tabla de salvación y el punto de encuentro.

Podíamos estar desfasados ya en algunos términos: tú en Cancún engrosaste las filas de los ecologistas y los seguidores de las profecías mayas, mientras que yo a la mirada de tu tropa no era más que una poblana frívola que no pudo acampar porque odiaba los piquetes de mosco.

Pero esas pequeñas disonancias no rompieron la armonía. Nunca, jamás se nos apagó la música.

Otro recuerdo imborrable también data del fin del milenio. Ociosas, decepcionadas, aburridas y siempre maliciosas, mis amigas y yo en el jardín del bar de mi papá. ¿Qué hacemos?, nos preguntábamos; mi jefe me había castigado el vocho, mi mamá andaba en friega friendo mojarras y el cuarteto diabólico estaba sitiado, pero con la hormona bullendo.

Hablémosle a Maspes; que traiga mota y chelas.

Diez minutos más tarde estabas ahí, con tu bicicleta amarilla y Floyd, tu perro labrador.

Fumábamos un poco, sólo tú, Edurne y yo, y poníamos a King Crimson, pero a las chicas no les gustaba, así que teníamos que buscar un entretenimiento en el que todos participábamos. Y Edurne entonces proponía: juguemos botella. La cosa es que no había más hombres, y nadie quería formular preguntas, así que unánimemente nuestro matriarcado decidía: la que pierda besa al Maspes. Era un castigo, neta.

Años más tarde me confesaste que cada vez que jugamos a esa botella, salías con los testículos morados de tanta excitación, mientras nosotras nos quedábamos con una doble boca a causa del roce de tu barba de diecisiete años.

Fuiste afortunado, carnalito, porque fueron tres párvulas bocas las que te enseñaron a besar.

 

Hace casi dos años me llamaste desde Costa Rica. Cómo te envidiaba cada vez que me contabas de los nuevos lugares que ibas conociendo. Pero en esa llamada se interpuso una sombra: la mancha de sangre sobre el kleenex se convirtió en la señal del desastre.

Recordé ahí mismo a tu padre, muerto en el 2002. Y a tu amada compañera Eva, que se te escapó al viento después de unas vacaciones felices.

El inminente anuncio de un cáncer de pulmón me sacudió. Mi amigo más entrañable, mi hermano de música y alma, se batiría a golpes contra un monstruo conocido del que hablamos miles de veces porque de jóvenes nos pronunciamos como eternos fatalistas; dos renegados prematuros de la fe que celebraron la muerte de Dios anunciada por Zaratustra y buscaban en los genios que leíamos a la nueva raza de súper hombres.

 

La última vez que te vi, hace seis o siete meses, no pude mirarte sin que en ese momento urgiera la negación de todo lo que habíamos abrazado; necesité del Dios que suplantamos para poner en su altar a Zappa o a Chico Buarque, para pedirle fervorosamente que lo que viniera fuera un poco más que música; que fuera esa vida que noté que vacilaba en ti como una llama trémula.

Pero la plática nos llevó al mismo lugar que levantamos entre las piedras de la escuela: estamos acá un rato, y después la nada.

Y la nada nos congeló el aliento, y decidimos que tenías que encarar al monstruo, sí o sí.

Esa tarde te puse en las manos a mis arcanos: no me dolió desprenderme de mi Cioran y mi Bernhard y de Roth y de la Sontag.

Me comentaste que habías empezado a escribir, pero que no hallabas el orden para tus textos. Prometiste que yo les daría ese orden.

A los pocos días me llamaste. Desde que el cáncer llegó a tu vida, cada llamada en la que veía tu nombre me llenaba de miedo. Sin embargo, valiente y rebelde como eras, esa vez me dijiste que Cioran era un falso profeta “como el mamador de Foucault” y que te quedabas con Bernhard y el entrañable Portnoy de Roth.

¿Cómo vas?, pregunté. Mientras yo seguía absolutamente paranoica por el covid. Y añadí: ¿cómo le haces para no morirte de miedo sabiendo que sigues teniendo un tumor dentro? Y me contaste a detalle el proceso, con una fascinación que entremezclaba la locura con la lucidez. Habías aprendido a ver por los ojos de los demás pacientes de las quimios. Los niños, las señoras, los ancianos que te acompañaban en el trance.

No era un sueño, Fer. Lo viviste con la misma pasión con la que te surfeaste la vida.

Antes de colgar te dije: voy a enviarte un texto maravilloso, un poema en prosa de Daniela Camacho; poeta hermosísima que retrató con una belleza cruel y arrebatadora sus dos pasos por las estancias del cáncer. Y concido con ella, dije: “entrarás a la parte más animal del dolor”. Y pensé en nuestro adorado Syd Barrett y añadí: “sal ahora y aúllale  a la luna”.

Tu último mensaje, apenas unos días antes de navidad: “Qué manera de escribir la de Daniela. No dejes que el dolor te arrebate de esa forma para que un día puedas escribir algo así. Es mentira, carnala, la verdad no estaba en el dolor, y tú te has vuelto experta en irlo a buscar a voluntad”.

No sabía que tras esas palabras que hoy me golpean como yunque, no te volvería a ver.

 

Hoy por la mañana se me vino tu nombre a la mente porque volví a comprar uno de los libros que te regalé en aquella ocasión. Llegando a casa me dije, “voy a llamarlo porque ya no supe cómo salió de la operación”.

No creo en los mensajes del más allá, va contra todo lo que pensado siempre, sin embargo, la coincidencia fue algo mitad mágico, mitad perverso: una amiga me mandó el mensaje final dos horas después de que se me ocurriera llamarte.

Te fuiste el miércoles a las 18 horas. La música se me apagó unos minutos y luego puse a Robert Wyatt. Curiosamente llevaba tres días escuchando Shipbuilding con suma atención, conmovida por los que se quedan sin subirse a ese barco sin regreso que es la guerra.

Y yo que no sé confrontarme con las ausencias, escribí todo esto para llegar a una sola palabra que defina lo que siento, y no existe en español.

Es saudade.

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