Justo ayer miraba el tiempo pasar por los muros de la red social, cuando el mensaje de una amiga me conmovió.
Una mujer de veintitantos recién estrenada en el duro oficio de la maternidad.
Esta mujer: guapa, trabajadora, honesta, en un impulso sobrecogedor escribió algo en busca de consuelo, tratando de escuchar otras voces, quizás extrañas, pero solidarias; que le dijeran que sentirse miserable de vez en cuanto está muy alejado de ser un ingrato con la vida.
Yo, desde mi ventana voyerista, sólo pensé en la respuesta que le daría si la tuviera enfrente, como hace justo dos años que llegó a mi casa y adolecía de soledad y otros males que se agravaron en la pandemia (para todos).
Ella, Pau, miraba al futuro con cierto temor, pero con una sola certeza; una que nos uniforma a casi todos: quería sentirse en paz, y formar una familia.
Recuerdo que, fiel a mi estilo, le dije que la familia podría ser un surtidor de problemas innecesarios, pero que, así como la fe, era necesaria para no sentirse siempre al borde del vacío. Un espejismo que funciona. Esa filigrana de mentiras piadosas.
Uno siempre elige: la soledad es buena solo si se tiene conciencia de que un día dejara de serlo, entonces ese silencio se vuelve más pesado que todos los ruidos cacofónicos y molestos de aquellos que nunca pensarán como uno ni sentirán lo mismo. La familia hoy puede ser de muchas formas: madre con hijos, hijos sin padres, dos solitarios que se acompañan; dos hombres, dos mujeres con una familia en contra o una pareja en contra de todos sobreviviendo las embestidas, o una mujer con perros o gatos.
Elegir es descartar.
Pau escribió desde la desesperación, desde la guerra interna que libra la moral y lo políticamente correcto, con el verdadero instinto y la animalidad más profunda: esa que nos hace querer devorar a nuestros hijos en alguna estación de la vida.
Pasa, sobre todo, y con más regularidad, en este sistema en el que nos movemos, en donde la lucha contra el dolor y la insatisfacción se vende caro en cursos que prometen hacernos mejores personas… Y así, evadiendo y anestesiando la herida, vamos tapiando con cemento esas sensaciones que nos generan culpa.
Pau dice (con cierto rubor, pero no sin flagelarse) que no se reconoce frente al espejo, que las horas que le dedica a esa vidita que chilla cada tres horas y todavía no sabe hablar, no regresarán, sin embargo, vale la pena, insiste, para expiar eso que a los ojos de los demás sería tomado como un arranque de narcisismo y egoísmo.
Las abuelas y demás señoras espetarían: “querías ser madre, pues el costo es alto: entrega, desvelos, sufrimiento, angustia… y es para toda la vida”.
El discurso que se nos da a todas las que “metimos la pata” o las que se embarazaron voluntariamente.
Me quedé mirando la foto la foto de Pau. Lo que ella ve de sí misma, no lo notamos los otros. Yo sigo mirándola como una joven de prometedora belleza. Aun no llega a los treinta, pero llegará, y este sentimiento azul, esa pugna entre el desapego y la rendición de su vida a cambio de la del hijo, se irá transformando.
Vendrán otra clase de problemas porque los problemas crecen al mismo tiempo que las personas. Es más: la gente da de sí rápido, pero las dificultades se retiran lento. O si uno insiste en verlas con zoom, jamás se van.
No sabía si mandarle un mensaje a Pau. O llamarla.
Si expuso su crisis en público, finalmente esa crisis nos pertenece a todos. Yo lo hago siempre, ya no tanto en redes, pero sí en lo que escribo o hasta en las fotografías que hago. Vomito y hago de mis tribulaciones una bulimia hasta que lo podrido se desintegre. A veces le añado alcohol a la mezcla inmunda.
No le escribí ni le llamé. Sólo pensé en lo que le diría. Algo breve pero contundente. No pontificando ni juzgando ni queriendo salvarla ni haciendo las veces de una consejera o de un diván.
Yo he besado el polvo miles de veces y conozco su sabor. Puedo decir que estar cerca del piso te dota de escamas de reptil, y te vuelve dura. Soy lo que malamente se conoce como una lagartona.
Sin embargo, hoy publico esto con una doble intención: decirle a Pau que la leí y que la observo en silencio. Porque tendrá que darse cuenta de que demasiadas voces confunden. La familia puede ser alcahueta o no. Y los enemigos hacen fiesta con nuestra sangre.
Estoy a horas de dejar a mi hija Elena en un avión que la llevará a otro país. Cerca, pero ni tanto, de su padre. Un buen hombre.
A esa misma niña yo le dejé irse, igual que lo haré mañana, en un avión, sola, a los seis años. Y me dolió en el alma porque sabía que un niño no entendería demasiado sobre problemas conyugales ni leyes de migración. Así que, en esa ocasión, apreté los dedos dentro el zapato y no lloré cuando vi a esa enanita tomar la mano de una azafata y perderse con su mochila y su peluche entre los perfumes del Duty Free.
Ahora que tiene casi 20 años, la escena se repite. Y puedo decir sin temor a equivocarme que me está costando más trabajo verla volar ya siendo una mujer que cuando no tenía los dientes de enfrente y estaba física y mentalmente más vulnerable.
No me lo explico.
Yo soy un anfibio que me acostumbro al agua y a la tierra, y llora casi siempre por cosas absurdas y no cuando de verdad amerita la circunstancia… un ejemplo: en los funerales fumo y pongo música, si puedo pellizco el cuerpo para ver si no reacciona; recuerdo al que se fue sin dramas y observo a los que se tuercen en llanto pensando: “qué calló, con qué culpa se quedó para sufrir de esa manera ante lo que sabemos que es inminente”.
Pero todo ese valor hoy se ve amenazado por eso que no tuve cuando, como Pau, fui madre tan joven. Lo mío era ir sorteando la ola sin pensar en la espuma o el desastre que dejaba detrás.
Lo que Pau siente hoy al ver a su bebé, es miedo a abdicar. Una especie de cuestionamiento: ¿lo podrá hacer bien para ella? Pero al final no es para el o la bebé, sino para sentirnos orgullosos de nosotros mismos. Un pensamiento absurdo vendido por Gerber o Kleen Bebé.
Yo le digo: Aunque lo hagas maravillosamente, habrá reproches; porque parimos humanos. Por eso la generación actual prefiere darle el papel de hijo a los perros: ya que jamás escucharán entre ladridos decir: yo no te pedí nacer. Moverán la cola en la alegría y se pegarán a la pared e irán a sufrir como elefantes viejos a su propio terreno donde nadie observe su dolor.
Porque el dolor es incomprensible para el hombre, pero es natural para las bestias. Y pasa rápido, porque los animales son eternos ya que viven un presente permanente.
Escribo esto con el estómago algo revuelto pensando como una madre normal, una madrecita promedio, una Naborita Gelatino o una Gamuza Burrón, o una Libertad Lamarque… como lo que nunca he sido para, supuestamente, proteger a mi cría de mí misma y mis temores.
A ella, a Elena, puedo darle una lista de consejos anacrónicos. Puedo prometerle que acá tendría todo lo que allá le va a costar el doble. Puedo convencerla aún. Pero hacerlo sería contradecir a la naturaleza.
No lo haría a pesar de que deseo imponerme y meterla bajo mis faldas.
Y no lo hago porque los últimos meses he visto morir a mujeres a manos de sus amados o de hombres que prometieron cuidar de ellas.
Y sin empacho digo: celebro que se vaya porque la quiero libre y viva, lejos de la escoria, de los juniors, de los influencers, de los políticos… por eso abdico de ella.
No es el país: es el mal azar de toparse con un cretino hijo de papi que nos deje huérfanas a ambas.
Ahora, bajo situaciones similares, sí puedo decirle a Pau algo:
La mejor manera de no sufrir y hacer fuerte a un hijo es –tú como adulto– comenzar a soltarlo sin chantajes desde que sale expulsado desde el canal del parto. Si chilla después de que le has dado de comer y le has limpiado la caca, déjala llorar. Se cansará y dormirán ambas.
Y a mi hija no le daré un sermón soporífero. Sólo unas cuantas recomendaciones desde el subsuelo:
Que sea gentil con la gente aunque la gente no sea gentil con ella.
Que sea honesta con los hombres, aunque los hombres no sean honestos con ella (ni con ellos mismos, no te lo tomes personal).
Que sea libre, que huya de donde no esté a gusto.
Y, sobre todo, que nunca haga por dinero lo que se debe hacer por amor (relaciones, trabajo, lealtades).
Buen viaje, Elena.
Buen viaje, Pau.