La culpa no es de nadie, más bien de la idea que nos han vendido durante siglos sobre el amor romántico. Ese tipo de relación idílica que pone a dos sujetos juntos en una casa con unos hijitos lindos y boda o ceremonia chamánica previa; vestido, pastel y una temporada de gracia y miel, llamada vulgarmente enculamiento.
Porque el enamoramiento dura poco, algunos meses, quizás dos años. Luego lo que mantiene estables las relaciones es la tensión sexual, incluidos los pleitos que suelen acabar en embestida de sillón.
Luego de eso viene la larga carrera de resistencia. Tolerar al otro, negociar, comenzar a verlo sin la capa embrutecedora de las endorfinas locas.
A todos nos ha pasado, y quien diga que no, miente.
Es parte de las creencias y de los cartabones sociales, eso de creer que la pareja es pareja. Siempre uno va aspirar a algo más, no por eso mejor. Algo distinto. ¡Si hasta los que comen caviar diario de pronto babean por un plato de frijoles!
La culpa es de la idiosincrasia del judeocristianismo y sus ataduras que ha convertido a todos, desde las escrituras, en siervos de alguien.
Lo más fácil es comenzar a lamer la yunta que te esclaviza… lo he visto miles de veces. Casi todas las veces.
Y no entendemos que no, que es una labor necia esperar que una persona llene por completo a otra. Aparte de imposible es insano y enfermizo.
Sin embargo, ¡ay!, queremos poseer a alguien y ser poseídos, aunque esto último es un anhelo que caduca pronto, sobre todo en el entendido de que la posesión menos irritante es la sexual, a pesar de ser la más invasiva.
Las mujeres somos históricamente más proclives a seguir esa clase de normas porque el propio contexto nos lo ha impuesto como deber máximo para salvaguardar nuestro honor, y de paso el del compañero.
Los hombres, en cambio, van por la vida más ligeros transgrediendo porque alguien dijo que su naturaleza los hace infieles.
Pero créanme que no es así. Las mujeres podemos ser cien veces más voluptuosas, es decir, dadas a los placeres, sin embargo, al pasar a ser la esposa de alguien cae sobre nosotras un velo de castidad que nadie pidió que se nos pusiera.
La esposa es la figura más sacralizada que hay, y los hijos agravan esa condición de santas que el amor romántico nos presenta como un privilegio.
Lo que más preocupa de todo esto es que se siga viendo a la mujer como una víctima de los antojos del hombre, o sea, que pase lo que pasa ahora con Shakira y su futbolista…
Nunca había visto tanta indignidad y falta de amor propio en tantas mujeres como ahora en la era de los memes y las redes.
Todos los días, a todas horas, veo replicada la frase de “si a Shakira y a Beyonce, teniendo lo que tienen, moviéndose como se mueven, se las cuernearon, ¿qué se puede esperar que me hagan a mí?”.
Y me dan ganas de vomitar pensando que esas mujeres son todavía más desdichadas al creer que por tener un culazo o por bailar la danza del vientre, una mujer retiene a su marido.
Noticias les tengo: si bien es verdad que el sexo es un gran adhesivo y que sirve para tapar más de un hueco, temo decirles que en temas conyugales, la razón última por la que un hombre se queda contigo es por lo buena que eres en la cama.
Las alianzas conyugales perseveran y se encallan por otras razones: la más común y, es verdad, indignante, es por un conflicto de interés.
Cuando hay hijos y uno de los incautos tiene más dinero, el que está en desventaja financiera soporta todo y se atraganta en su mediocridad, alimentando resentimientos para luego volverse una hiena insaciable mediante el chantaje y la martirización.
Es complicado soltar esas ataduras, y los hijos han de ser el botín jugoso.
En el caso de dos celebridades putrimillonarias, el truene bajo la presión de los cuernos se da más fácil (no por esto menos doloroso).
Lo triste es, insisto, que las mujeres nos sobajemos a nosotras mismas frente a la efigie de una diosa colombiana que mueve maravilloso la cadera, olvidando que eso no es garante de permanencia ni de fidelidad.
He visto a los mejores hombres de mi generación sojuzgados y caminando en línea recta frente a sus esposas gordas, poco agraciadas y hasta ojetas…
Nada tiene que ver la cama y el sex appeal a la hora de que el amor romántico cae frente a la pareja como un montón de piedras.
La televisión y el show business nos presentan a esas semidiosas y las vuelven el objeto del deseo de todos los hombres, sin embargo, y se los digo con conocimiento de causa, tener un trasero de infarto y ser bailarina no te hace ser una amante experta.
A ellas, a las amantes, son a quienes difícilmente abandonan los señores.
¿Por qué?
Porque no están tocadas por la divinidad que les concede la maternidad y el peso de la cruz o del estado sobre sus hombros.
El sexo sucio y rudo difícilmente se practica en casa, con el crucifijo colgado de la pared arriba de la cabecera.
Las parejas truenan porque sí.
Porque es inhumano pretender y exigir fidelidad para el resto de la vida.
Aunque la vida sea larga, es corta a pedacitos.
Y, en ese ir y venir de la vida, en lo que más suelen mentir las damas es en las suertes amatorias.
Cuando el amor telenovelero se extingue, las caderas sí mienten.