MMMmmm…
El gusto, ese gran tema. No hablando específicamente del sentido en el que se utilizan la boca y la lengua para proporcionarnos placer o repudio.
Pero sí, también el gusto (oral) viene a cuento.
Todo el tiempo escuchamos el viejo e intrincado debate entre lo que es bueno y lo que a uno le gusta.
Ejemplo snob:
Bueno: universalmente avalado, un vino Petrus.
Lo que mucha gente consume porque le gusta y es accesible y democrático: un vino de venta en tiendas de conveniencia: Las Moras, argentino (Top en el Oxxo), y que no hay bronca si lo combinas con coca cola para hacer un calimocho, o con sprite para hacer un tinto de verano.
Lo que sí es considerado aberrante es hacer uno de los cocteles mencionados con el Petrus. Pero habrá a quien le guste y a quien le alcance (más de cien mil pesos por botella) y evidentemente el que se atreva a beber ese esperpento será calificado como un ser pervertido y abyecto; una escoria social. O para ser más claridosos y no buscar eufemismos: si tomas Petrus con coca cola eres un naco. Punto.
¿Quién en este tiempo puede pararse una borrachera con un vino de estas características y arruinarlo con soda? Un narco, algunos políticos veleidosos y los miembros de esa nueva casta llamados “los alucines”: personajes que no necesariamente están metidos en el crimen organizado o el narcotráfico, sino que aspiran a serlo e imitan su estética; desde la vestimenta, el lenguaje, y sus excéntricos gustos hedonistas.
En lo particular, puedo decir que lo que a mí me gusta casi nunca me alcanza para comprarlo.
Una vez bebí un Chateau Margaux; a eso se conoce como un gran evento, algo que quizás no se repita por lo oneroso, y claro que sentí un paroxismo. Aun así, tampoco le hago feo al vino Las Moras, si es pa’ lo que me alcanza y el momento es tan bueno como para pasar por alto que está lejos de ser un buen vino.
En fin…
El gusto es absolutamente caprichoso. En todo.
¿Cuántas veces no vemos el caso de la vecina que cuernea al marido (guapo, trabajador, cumplido) porque de pronto se le atravesó un chacal que movió sus instintos más primarios y la enloquece?
Y uno desde la distancia dice: “pero qué mal gusto de la señora”, sin embargo, habría que estar en su piel, en el contexto que vive. Nadie nos asegura que el marido ejemplar no le provoca ni bostezos, mientras que esa carne de monte le proporciona la felicidad máxima.
A saber.
Lo mismo pasa con la música, y para no divagar tanto creo que es importante no pasar por alto que en este arte intervinieren por lo menos dos sentidos: el oído y el tacto (pues existen sinestésicos que dicen que, por ejemplo, huelen y ven los compases rítmicos y melódicos).
Ahora regreso a hablar en primera persona.
Cuando surgió el reguetón me negaba tajantemente a escuchar esas piezas que me parecen un insulto a la inteligencia, un atentado al buen gusto y el retorno al primitivismo de la especie. En especial, cuando escuché por primera vez a Bad Bunny, mi reacción inmediata fue comentar que aquello era obra de un subnormal incapaz de controlar una dicción medianamente comprensible.
Pero entonces la ola me aplasta irremediablemente en el momento que tengo una hija adolescente que, por supuesto, renegaba de todo aquello que yo quise injertarle como lo que es valioso, culto, de buen gusto.
Valió.
Todo se derrumba en el instante que mis vaticinios fallan: no sólo el reguetón no murió a los cinco años de haberse inventado, sino que “evolucionó” y llegó para quedarse.
Años de pleito y sinsabores, de tratar de encontrarle la perla, y nada. Sin embargo, en algunas fiestas he sido derrotada y me he puesto a bailar —feliz— al ritmo de esos loops básicos y esos estribillos cantados en infinitivo siux… He bailado, sí, y no sólo eso: para colmo he triunfado.
Se chingó el asunto.
Ahora, para paliar mi frustración, recuerdo a mi padre castigándome mis casetes de Iron Maiden y Judas Priest, porque aquella música era puro ruido para satánicos y mariguanetes.
Chale.
Pero no, mi posición de chavorrucha me impide aceptar siquiera la comparación, puesto que Maiden era rock, y los ejecutantes de los instrumentos eran chidos. Luego conocí a los maestros, que ya habitaban en el pasado, entonces el argumento con el que aniquilo la postura de mi hija es que en el reguetón no necesitas más que la primaria trunca para hablar de nalgas, tetas, chavas (ahora se les dice bebés) y drogas, pero sobre todo, que para el reguetón no se necesita saber tocar nada, sólo un programa de compu y algunas frases que enciendan al respetable: “me las voa llevar a todas a un VIP”, y el mundo explota y se entrega a un orangután que apenas consiguió erguirse para caminar luego de caer de su característica palmera.
Calma…
Y como no quiero perderme de ninguna conversación ni quiero parecer una amargada, recurro a debrayes casi antropológicos: el reguetón tiene el encantamiento de los bajos de un tambor, aunque pasado por la cosmética de lo digital. El pum pun ta pum ta pum de los Zulús y lo malinkes, es un vehículo para el trance.
El tambor, de cuero o eléctrico… sus golpes son esencialmente catalizadores del tren inferior del cuerpo: el pun pum cata pum está estrictamente ligado con el mete-saca sexual.
El ser primitivo se defendía, claro, con los puños, pero también iba con la cadera por delante. Como siglos después, y ya metidos en un asunto cultural, el hombre de barrio utiliza un lenguaje híper sexual para herir, defenderse y salvaguardar su territorio. El leguaje corporal en varios sistemas de castas difiere entre sus miembros: la realeza y los intelectuales llevan siempre delante la curvatura de la frente, mientras que el gandul y el pachuco juega su leontina mientras mete las nalgas y expone el sexo. El pito es una espada. Y la lengua, también.
Es lo que pasa con los ritmos, con el baile. Es la respuesta al porqué lo que suena en la noche y se vuelve popular está emparentado más con lo percutivo que con lo melódico. Por eso “pega” tanto el reguetón y toda la música que exacerba el instinto de supervivencia, es decir, lo que incite al cortejo sexual.
Sobres…
Le he ganado una primicia a mi hija adolescente, pero no me siento tan orgullosa de mi triunfo.
Hace dos días terminé un texto sobre Ornette Coleman, uno de los jazzistas más finos y locos que ha habido.
Hace también un par de días tuve el chance de conversar y maravillarme con la charla de Julio Estrada, sobre Silvestre Revueltas.
Esa es la música que me pone, que me eleva, sin embargo, hace unas horas, haciendo un zapping en redes, no apareció otra cosa que videos de un nuevo fenómeno de masas llamado Peso Pluma.
¿Qué coños es?
Y mi memoria auditiva recuerda que sí, que por lo menos en las últimas dos semanas, a donde quiera que voy (en la radio, en el mercado, en el Oxxo, en las esquinas donde hay bares) ha emergido de la bocinas una voz que, siendo sensata, me parece otro insulto al intelecto: impostada, gangosa, aguda, casi risible, acompasada por los instrumentos característicos del corrido norteño, o algo más exacto: al corrido tumbado o bélico, que no es más que una ramificación del corrido norteño tipo Chalino Sánchez, pero cuyas letras versan sobre la épica narco: levantones, descuartizados, buchonas, armas y drogas duras.
Fuck, Fuck, Fuck.
Sigo el hilo de las redes: Peso Pluma, un muchacho de Zapopan Jalisco, 23 años, flacucho, con fleco de etarra, shorts de básquet (de diseñador), gorras, tenis y constelado en cadenas de oro y diamantes, ha desbancado a Miley Cyrrus, Bad Bunny y Shakira del ranking mundial en reproducciones en Spotify. Es decir, esta rama de la música popular mexicana, muy regionalizada y antes harto marginal, se ha entronizado y ahora la descargan hasta en Kioto.
Al principio hago muecas. Traduzco lo que quiere decir: un poco como pasa con la Rosalía, que no es precisamente comprensible de primera escucha, pero Rosalía ha ganado mi dedo alzado y me gusta.
Nunca he sido aficionada a la música norteña, salvo en algunas excepciones: Las nieves de enero de Chalino siempre está en mis listas de “retírate a tu habitación sin vomitar”, pero conforme paso la pedacería de videos en tik tok, empiezo a ver que la cadera de mueve, que ya me sé media rola, que la voz del chavo es fea, pero original, y no sólo eso, el tipo de pronto ya no me parece un Shaggy desgarbado, y aunque es un cervatillo, lo encuentro sexy, sí, y la razón es una: su malditismo. Una especie de Grunge de cartel.
Dalayyy…
Ya pasaron dos horas y la canción Ella baila sola no se me despega de la cabeza, tanto que me tengo que sentar a escribir sobre esto. ¿Qué me pasa? ¿Me gusta o no?
Ya la descargué y acabo a contribuir a su expansión. Sí, chingao, pues sí me gusta y hasta iría a un palenque a verlo.
Mis camaradas dirán que he perdido la razón, que me estoy conformando con Las Moras en vez de beberme los Petrus que tengo en mi tornamesa.
No.
No es un desastre: evidentemente es un arrebato de cuarentona. O mejor dicho: una curiosidad de tipo pre menopaúsica-sociológica.
Es el morbo del personaje lo que me ha atrapado, aunque hay que decir que por lo menos estos chavales saben tocar sus instrumentos. El del contrabajo le pega muy bien.
No están ahí nomás calentando braguetas con sus movimientos y narrativas sexosas.
Antes, triunfar en un chart, en las listas de popularidad era: El Dark Side of the Moon, 15 años ininterrumpidos en el top del Bilboard, mientras que, en 2023, las redes y estas plataformas crean éxitos que son flor de un día.
Miro al personaje completo mientras escribo y sigo oyendo Ella baila sola con un video donde el cantante aparece con una boina y un traje negro, mujeres con bocas de muñeca inflable, vestidos de lentejuela y tiaras muy a la Grand Gatsby, pero buchón, arman el desmadre con copas de Buchanan’s.
(Sí, sí quiero que alguien se case para bailar en la pista y sacar esos pasos contrahechos del muchacho del fleco de etarra).
Es el México más Kitsch, más Naif, sin embargo, no deja de ser una radiografía puntualísima de la realidad: la apología del crimen y la estética del aspiracionismo; logomanía e influencia de las pandillas del Bronx: adiós botas, hebillas y texanas: ¡Hola al rap-tumbado!
Hoy narco es cool, como antes, naco fue chido…