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jueves, noviembre 21, 2024

Perros de hueso

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(Morir sin discurso)

 

Al cineasta y guionista Charlie Kaufman lo conocí por mi amigo Fernando Maspes.

Él, mi Fer querido, murió en diciembre pasado a causa de un agresivo cáncer de pulmón a los 40 años. Fuimos los mejores amigos siempre, desde niños.

Enterarme de su muerte fue un golpe muy duro, aunque sinceramente ya me lo esperaba. Lo esperaba después de que dos años antes me dijo que le habían encontrado el tumor que se había alojado en una parte muy complicada para operar.

No es que sea una pesimista, pero soy así; de hecho, los dos fuimos siempre unos clavados en ese aspecto. Nos gustaba leer a los mismos autores nihilistas y oscuros.

La última vez que lo vi, seis mesas antes de morir, le presté un libro de Thomas Bernhard titulado El sobrino de Wittgenstein. Luego, cuando me enteré de que había muerto, pensé que había sido un poco insensible darle esa lectura. Se trata de un loco y un enfermo del pulmón. De Paul Wittgenstein y Bernhard que se conocen en el sanatorio; cada uno en su pabellón: el de los locos y el de los tuberculosos. En nuestro contexto, yo era la orate y él, el enfermo terminal.

El principio del libro dice: “200 personas estarán invitadas a mi funeral, y tú tendrás que dar el discurso”.

Son palabras de Paul. Y al final, Bernhard no asiste al velorio.

Algo parecido pasó con Fer y conmigo. Murió en diciembre, entre navidad y año nuevo. No vivía aquí, así que nadie me avisó que se había ido. No pude llegar frente a su ataúd ni mucho menos pude pronunciar un discurso.

Y de eso hablábamos mucho mientras estábamos vivos los dos. De la muerte, de lo tragicómico de la vida. De jazz, de rock, de mi relación volcánica con Carlos y de la  nueva novia de Fer.

La última vez que lo vi parecía un hilacho. No tenía pelo ni en las cejas, pero, aun así, y contradiciendo todo lo que en la juventud pensó, esperaba un milagro. Fer se había enamorado de esta nueva chica después de años de estar solo. Enviudó cuatro años atrás. Una tragedia. Su pareja, Eva, de repente se fue. Así como lo cuento. De un minuto a otro murió volviendo de unas vacaciones.

La vida, la muerte… el camino más seguro.

Recuerdo mucho a mi querido Fer, muy seguido, sobre todo cuando manejo. No sé por qué, pero así es. Mientras estoy en un alto, miro hacia arriba e imagino que me ve, que sonríe negando con la cabeza, diciendo: ay, Alejandrita, eres como la rabia.

Él pensaba que yo era como la rabia, y realmente no sé qué signifique eso.

Me conocía desde los 12 años. Era mi hermano.

Y al cineasta Charlie Kaufman lo conocí por él, cuando vimos El Ladrón de orquídeas (o Adaptation). Era una de las películas favoritas de Fer, y yo tuve que volverla a ver muchos años después para encontrarle el secreto. Ahora, cada vez que me la topo en la tele la veo. Me recuerda a mi amigo.

Cada vez que nos juntábamos, que no era tan seguido por la distancia, compartíamos nuevos hallazgos. Yo le recomendaba libros y él películas. Tenía buen tino. Amaba a Lynch, A Scorsese y a raros como Apichatpong.

Él me decía que yo parecía un personaje de Kaufman. O más bien, que podría ser la versión femenina de Kaufman, pero tropicalizada. Una Charlie Kaufman Región 4.

Fer tenía mucha fe en lo que yo hacía. Y yo creí en algún momento que el milagro podía darse y se salvara. Pero murió y caput. Ya no puedo pelotear con él sobre cine ni libros.

Cuando se enteró que estaba enfermo se puso a escribir.

Fer tenía una ortografía espantosa, pero buenas ideas y filin. Era un obseso de la filosofía, aunque cuando hablamos por última vez me dijo que yo tenía sobrevalorado a Cioran. “Estás chavo”, le dije. “Chavo y bien pendejo”. “Ya crecerás y lo entenderás. Es un humorista, básicamente. No te tomes literal lo que escribe, le cagaría (a Cioran)”.

En esa llamada también me comentó que Bernhard le había parecido fascinante. Que quería leer más. Y otra vez, sin percatarme del pésimo timming, le dije: “ahora te toca leer El Frío, uno de sus relatos autobiográficos, justo cuando carga un bulto de papas congeladas en Austria y se enferma para siempre del pulmón”.

Fer se rio… dijo: “súper oportuno el tema”.

Caí en cuenta que otra vez era imprudente mi recomendación, sin embargo, como siempre le hablé con una franqueza brutal, le dije: “pues sí, carnal, te tocó enfermarte de lo mismo. Pero Bernhard vivió cuarenta años más así, y sin chillar y escribiendo maravillas. A ver qué vas a hacer con el cáncer… mínimo un diario”.

Y lo hizo.

Lo malo es que la muerte se precipitó sobre él demasiado rápido y ya no tuve tiempo de leerlo, pero se lo pediré a su hermana, y estoy segura que rescataré algo bueno. Era malo con la ortografía, quizás un poco barroco, pero inteligente y ácido.

¿Por qué hablar de mi amigo muerto?

Porque acabo de ver la última película de Charlie Kaufman: I’m Thinking Of Ending Things.

Una maravilla.

Sé que Fer hubiera enloquecido…

No voy a hacer spoilers, sólo transcribir un poema que la protagonista dice mientras va viajando en un auto en medio de la nevada con un nuevo novio al que quiere cortar y no sabe cómo.

El poema es de una escritora canadiense, Eva H.D. y me parece crudo y hermoso. Desolador y absolutamente realista.

Es más o menos el discurso que hubiera dado frente al ataúd de mi hermanito querido. Aunque todos se sacaran de onda.

Él, Fernando Maspes, hubiera estado de acuerdo.

 

Perro de hueso

 

Volver a casa es horrible, ya sea que los perros te laman la cara o no.

Ya sea que tengas una esposa o una soledad en forma de esposa esperando por ti.

Llegar a casa es terriblemente solitario, tanto así que añoras con ternura aquella opresiva presión barométrica de donde acabas de volver, porque todo es peor una vez que estás en casa.

Piensas, con nostalgia, en las alimañas que se aferran a los tallos de la hierba, las largas horas de camino, la asistencia en carretera, los helados y las formas peculiares de ciertas nubes y silencios, porque no querías volver.

Regresar a casa es espantoso.

Y los silencios domésticos y sus nubes hogareñas no contribuyen en nada más que a todo el malestar.

Miras con sospecha las nubes como son, hechas de una materia distinta de aquellas que dejaste atrás.

Tú mismo estás cortado de una tela diferente, turbia.

Devuelto, repudiado, mal recibido por la luz de luna, infeliz de regresar, holgado en todos los puntos equivocados, como un traje lleno de costuras, un trapo andrajoso de cocina, usado.

Llegas a casa como a otro planeta, ajeno.

El tirón gravitacional de la Tierra, un esfuerzo ahora redoblado, suelta los cordones de tus zapatos y hace que arrastres los hombros, grabando aún más profunda la estrofa de la angustia en tu frente.

Vuelves a casa hundido, como un pozo sin agua ligado al mañana por una frágil hebra de “qué más da”.

Suspiras frente a la avalancha de días idénticos, bien podrían ser uno solo, y uno a la vez.

Bueno, qué más da, volviste.

El sol sube y baja como una puta cansada, el clima inmóvil como un miembro roto mientras envejeces.

Todo permanece inmóvil, menos las mareas cambiantes de sal en tu cuerpo.

Tu visión se nubla, llevas encima tu clima contigo; una gran ballena azul, una oscuridad hecha esqueleto.

Vuelves a casa con visión de rayos X, tus ojos convertidos en hambre.

Y así, regresas con tus dones mutantes a una casa de hueso.

Todo lo que ves ahora, todo, es hueso.

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