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miércoles, enero 22, 2025

Nubes, árboles – Un año después

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Siempre he sentido una fascinación especial por las nubes. 

Me encanta contemplarlas desde abajo con sus colores cuando son cruzadas por el rayo. 

Nunca se me va a olvidar la primera vez que las vi desde un avión. 

En ese momento quedé asombrada al notar que todas esas masas flotantes que desde abajo se ven tan densas, arriba son delicadas y traslúcidas. Como ecos de aire y agua. 

La última vez que viajé en avión, hace un mes, las nubes estaban en su punto. Durante largo rato, un cúmulo gigante que se alzaba como una columna de merengue dio paso a un bellísimo empedrado ingrávido. 

En mis caminatas diarias, y sobre todo en estas fechas, cuando el cielo nos regala los más bellos tonos anaranjados, malvas y ocres, me detengo a dar unas cuantas respiraciones profundas y contemplo el espectáculo. 

Me pasa lo mismo con los árboles. 

Desde hace un año vivo en una zona en donde las calles están rodeadas de árboles qué hacen un arco de sombra. 

Cuando no llevo a la perra caminando, es más fácil detenerme y oler la corteza de un laurel, o arrancar algunas ramitas del árbol de dólar. 

Sicomoros, cedros, eucaliptos, tabachines, jacarandas, laureles… 

Aunque lleven ahí decenas de años, para mí nunca son los mismos árboles; siempre tienen alguna gota nueva de savia derramada, o un fragmento de coraza a punto de colapsar; heno, hojas nuevas… Más o menos pelo. 

Ayer se cumplió un año de mi nueva vida; hace un año no miraba nubes ni árboles, más bien escuchaba el ladrido lejano del perro negro de la incertidumbre. 

Pasó la tormenta, el cáncer se fue y aprendí a no perderme por nada del mundo ningún acontecimiento tan importante como el cambio de estaciones en los árboles, o el color en los cielos  de invierno. 

Digamos, pues, que la enfermedad te obliga a instalarte en el presente. 

Por eso desde entonces converso con la eternidad del árbol y la fugacidad de la nube.  

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