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jueves, noviembre 21, 2024

Noviete: dícese del sirviente que acompaña a una influencer

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Es inevitable toparte con páginas en las que aparecen toda clase de influencers. Sobre todo en Tik Tok, que es una plataforma rapidísima en la que hacer zapping (cambiar de video sin terminar el anterior) es lo más sano para la salud dado que se inunda de video virales en los que miles o millones de sujetos hacen exactamente lo mismo, a lo que se le conoce como seguir el trend del momento. Coreografías simples y complejas con canciones pegajosas.

No sé bien si es una tristeza o una alegría que la música ahora sea tan inmediata, es decir, que cada vez haya menos discos completos de un artista y que cada vez más la música se deba adaptar al mercado de las redes, es decir: hacer canciones (sencillos) para colocarlos rápidamente en el candelero y en los charts a partir del contentillo del respetable público que se lo vive en internet. Aceptemos, pues, que cada vez más, la música se corte en un arte efímero que se ve arrastrado por lo que viene detrás: una avalancha de canciones horribles que no dicen nada, pero que sirven para que los millennials y los ociosos en general le muestren al mundo sus habilidades dancísticas.

Fenómenos como el tal Kunno, que se hizo famoso por hacer una caminata falsa con una rola pegajosa, es la confirmación de que cada vez más estamos más cerca de que el ser humano involucione y se reduzca el tamaño de su cerebro en tanto las uñas crecen hasta convertirnos en seres absolutamente disfuncionales. Sin embargo, lo que quiero explorar es la triste vida que llevan las parejas de los así llamados influencers, ante todo de los novios de aquellas mujeres que no tienen más vida lejos de la que graban todo el día.

Estas mujeres ya aceptaron su rol de ser no más que anuncios ambulantes sin mayores aspiraciones más que enriquecerse con base en explotar su banalidad. No hay una sola influencer de moda que sepa redactar medianamente bien algo en sus posteos. Son ágrafas consumadas que deberían repensar dos veces antes de atreverse a presumir el mundo que supuestamente les otorga la vida llena de viajes y glamur que les ofrecen las marcas para las que trabajan.

¡Pero no perdamos el foco! Los novios de estas muchachas son simplemente un objeto más de ornato a los que sacan de repente a cuadro haciendo cualquier clase de mamarrachada. Estos sujetos, guapetones por lo general, se convierten en criaturas amorfas y semitransparentes al lado de sus respectivas proto-divas. Los sacan a pasear como perritos falderos y son los encargados de tomarles la foto mientras comen sushi o posan bajo una paradisiaca palmera.

De repente, cuando las influencers recuerdan que el sujeto que las acompaña es algo más que un sirviente, hacen un video, lo enfocan bien, le plantan un beso mustio y suben la escena a redes no sin antes verificar que la imagen esté retocada, no vaya a ser que se descubra que en realidad tienen el cutis como cacahuate garapiñado.

Menudo ridículo hacen estos pobres hombres que permiten ser los patiños de una novia tibia y tímida cuya intimidad se ve amenazada por un teléfono que funge como amante.

Creo que, sin duda, en la escala de afectos de estas damitas, el teléfono está por encima del galán, esto, por supuesto, enmascarado bajo el pretexto de que el celular es su herramienta básica de trabajo.

Como les digo, no es que a uno le encante estar viendo en acción a estas borreguitas que repiten sin parar lo que hacen las demás, no, es que el desgraciadamente se han convertido en legión. Lo que es interesante, pienso, es observar que hay detrás de ellas, de sus poses, de su falsa autoestima, de su producción…

He visto a muchas blogueras caer en la tentación de humanizarse, o sea, de llorar ante la cámara y afirmar, con unas ínfulas pestilentes de superioridad, que “ellas también son humanas”.

Que alguien les explique, por favor, que la estupidez en toda sus variantes y matices es una de las características más patentes de aquello que conocemos como factor humano.

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