Don Beto Ochoa fue un señor alto, blanco, robusto y con bigote.
Sonreía pletórico en momentos clave: sólo cuando la situación lo ameritaba; sobre todo se le veía pleno e inflamado de amor cuando estaba con sus nietos.
Cerca de esos tres muchachos, se reconciliaba con la vida y se convertía, por un instante, en el más dulce de los hombres.
Leía puntualmente la prensa: la sección de economía fue durante mucho tiempo la que más tiempo le quitaba.
Fue un banquero riguroso y ordenado en sus deberes, y un servidor público avezado y obsesionado con saberlo todo.
Buscaba sus respectivas fuentes para confirmar cada dato y de vez en cuando levantaba el teléfono para debatir, con mucha gravedad, sobre todo aquello que le parecía falso, desaseado, grosero u exagerado.
Como todo hombre que ha estado en un puesto público relevante, el retiro de la escena política fue un paso complicado de asumir; ser político te marca de por vida: les queda siempre una especie de nostalgia que los ancla al pasado.
Hay quienes no lo saben manejar, hay otros que sí; don Beto estaba en el segundo grupo; pero aunque el tiempo pase y nuevos actores ocupen esos lugares, el personaje que se confeccionan a la medida del cargo es un traje que se quitan y se ponen cada vez que, en las columnas periodísticas, aparece alguna referencia al sexenio en el que participaron, y entonces se vuelven críticos: y se enojan cuando el novato yerra… y se vuelven a buscar en las páginas, y hablan de su gestión con una mezcla de melancolía y orgullo.
Alberto Ochoa Pineda atesoraba los momentos felices porque tuvo una infancia complicada.
Fue un niño que a los ocho años llegó a vivir a un internado y ahí tuvo que aprender a cuidar su lugar, a hacerse de un territorio que no le fue legado por nadie.
En ese tipo de instituciones, la persona aprende el oficio del rigor, y también se crea una coraza impenetrable en aras de no sufrir.
La orfandad es una herida que nunca cierra y el ser humano tiene dos maneras de sanarla: la negación a perpetuarse o la más valiente: construir una familia.
Don Beto optó por la segunda.
Tuvo como compañera de vida a Rosy Luna: una mujer bella, paciente y comprometida, que lo acompañó hasta el final, y de esa unión nacieron Rossana y Adriana.
Rossana fue siempre su debilidad.
Con ella tuvo una conexión particular que, con el tiempo, como suele pasar, invirtió los papeles: al final, Rossana lo cuidaba con un amor casi maternal que a su vez le enseñó a sus hijos.
Hace unos días, en su lecho de muerte, se veía a los nietos rodeando al abuelo procurándole el valor que un hombre a punto del quiebre necesita para sentir que, de alguna u otra manera, sigue teniendo el control.
Adriana, por su parte, fue siempre la hija que lo hacía confrontarse consigo mismo; aquella que desde un amor profundo y equilibrado le demostraba que las cosas que no cambian se pudren; su alter ego, quien lo conectaba con la tierra y lo sacaba del área de confort.
Don Beto, como buen hombre de números y exactitudes, detestaba la improvisación.
Si su corazón cambiaba de ritmo, iba a que se lo pusieran a pulsar como reloj.
Su archivero guardaba con orden marcial las cuentas, los recibos y las instrucciones del doctor.
Y en aras de nunca repetir el patrón de su infancia dolorosa, no dejó un cabo suelto que le hiciera padecer a la familia que formó.
Hace dos años, el árbol fuerte que fue Beto Ochoa comenzó a desprenderse lentamente de sus hojas.
Pudo ver, entonces, resuelto y consumado su proyecto, con una última y verdadera bendición que tiene nombre y apellido: Ivan Klein, el amoroso compañero de Adriana, que lo cuidaría con la compasión y la paciencia de un hijo en las horas más oscuras, y que lo acompañó como un Virgilio atento hasta que la línea del monitor verde de hospital se extinguió.
Don Beto transitó con un temple inédito por la enfermedad.
¡Él, que en otros tiempos corría al médico a la menor provocación!, al ver que la última guerra iba comenzar, nunca, jamás se volvió a quejar.
Entonces quienes la amaron comprendieron algo: no es que don Beto le temiera a la muerte, es que simplemente amaba la vida.
Don Beto siempre tuvo un sueño recurrente: un desastre aéreo que, al tocar piso, lo obligaba a despertar.
Una de las últimas frases conexas que alanzó a decir fue: “Rosy, ya nos caímos del avión”, mientras se aferraba con fuerza a los barrotes de la cama de hospital.
La última vez que lo vi consciente, seguía siendo un hombre alto, blanco y de bigote, rodeado por sus amores que, presintiendo el evento triste que se aproximaba, preparaban sus corazones para dejarlo ir.
Lo que no supo don Beto es que el avión no se estrelló.
Más bien estaba por despegar.
Buen viaje, don Beto.