Visité al médico la semana pasada. No al médico de siempre, porque el de siempre es el que despacha gratuitamente en una farmacia. Ese médico que no cobra me resulta cómodo porque es cuestión de despertar, ubicar un nuevo dolor, vestirme, salir caminando de la casa, cruzar la calle y llegar a su consultorio. Es un médico que seguramente terminó su carrera sin muchas ganas (ya ni decir con honores).
Los médicos que salen con sobresalientes de la universidad tienen sus consultorios en modernas torres y cobran carísimo por el simple hecho de haberse graduado de una universidad prestigiosa. Conozco bien a esos médicos. Son unos verdaderos truhanes que hacen alianzas con laboratorios para recetar sus medicamentos onerosos a los pobres pacientes que llegan desesperados en busca de alivio. Esos médicos, los médicos “caros” que tienen colgados en sus paredes decenas de diplomas de especialidades, abusan de sus pacientes. En realidad, detestan a sus pacientes. Los miran como mira el mal cazador a la liebre; les apuntan con su arma para dejarlos, primero mal heridos, y después los rematan con lujo de crueldad.
No confío en los médicos. En ninguno en realidad. Desde niña, cada vez que veía a un médico sentía una desconfianza pasmosa, porque no existe en el mundo alguien que pueda vivir con esa blancura permanente sobre su cuerpo. Esa blancura es sospechosa. Alguien que porta una bata tan blanca y que se dedica precisamente a extirpar la morbosidad de los pacientes, no puede tener siempre la bata tan blanca… y esa sonrisa idiota y permanente. La sonrisa idiota y permanente (y hasta infantil) que ningún adulto con una profesión complicada puede ostentar por mucho tiempo.
Pero entre los médicos, los que tienen varias espacialidades y cobran más por el uso de suelo que por ponerte el estetoscopio en el pecho, son los peores.
He llegado a pensar que cada gastroenterólogo o cada otorrinolaringólogo o cada cardiólogo oculta detrás de esa blancura insoportable a un asesino serial.
Imagino a esos médicos, cuando aún no eran médicos sino estudiantes, metidos en los libros de farmacología y microbiología sin entender un demonio. Los imagino en esas noches previas a sus exámenes, tratando de descifrar los secretos de las plantas y las posibilidades en las reacciones químicas que de ellas sobrevienen al mezclarlas con otras sustancias.
Veo a esos estudiantes que sólo de muy niños fueron nobles, y que sólo de niños soñaban con ser médicos con la ilusión genuina de ayudar a los demás.
Sólo de niño uno puede anhelar tal empresa. Sólo un niño, desde sus ojos de niño, puede desear sin más el bien de sus compañeros. Sólo de niño, sí, porque conforme vamos creciendo nos damos cuenta que en realidad mucha de la gente que nos rodea estaría mejor muerta.
Eso no lo piensa el estudiante que medicina que está a punto de presentar un examen en la universidad. No lo piensa porque en ese momento sólo puede focalizar su atención en las reacciones químicas, en los elementos que activan ciertos puntos estratégicos del organismo para actuar como bálsamos.
Pero esos estudiantes que poco antes de entrar a la universidad han vivido ya 18 años de una vida posiblemente miserable, ya no son los niños que deseaban curar a sus compañeros. Ahora son sujetos maleados que van por algo más que el conocimiento científico. Entran a una carrera, la carrera más larga que existe (junto con la de músico) por otros motivos. Por usura.
Unos dudan en echarse ese “apostolado” porque ya han sido tocados por la maldad intrínseca de sus propios ambientes escolares y se han preguntado si lo mejor no es ser político, que es la carrera delincuencial mejor pagada y segura. Otros tal vez se lo pensaron mejor y con base en sus experiencias, se percataron que no tienen eso que se llama “don de gentes” y que por más que se esfuercen no conseguirán ser buenos médicos porque simplemente odian al mundo. A esos chicos posiblemente los hayan violentado o quizás tuvieron en casa a un enfermo. Un abuelo o un padre enfermo al que tuvieron que limpiarles sus excrecencias, y con los que tuvieron que padecer la monserga de la antesala a la muerte. Y son esos muchachos los que justo antes de entrar a la universidad lo piensan dos veces. Los que de último momento dudaron en ser médicos porque ser político u abogado era menos sacrificado. O esos que en su fuero interno desearon (casi de manera pecaminosa) dedicarse a la música, pero que en sus casas los castraron pues los músicos son parias sin un quinto en la bolsa. ¡Porque no vivimos en Viena! Porque en nuestro país, un país con tantísima gente por kilómetro cuadrado; esa gente que vive atiborrada como gallinas en la jaula, necesitan siempre de un médico que los cure de sus enfermedades de gente que vive, o más bien sobrevive, en un gallinero. Esa gente, la gente del gallinero, lo que menos necesita es que un mequetrefe les llene la cabeza con tonadas de Webern o de Schumann. Esa gente se enferma por el simple hecho de vivir tan junta. Esa gente necesariamente necesita médicos, y no músicos. Los músicos no sirven para nada. Los médicos sí.
Hoy que he amanecido enferma de nuevo, deserté de ir con el médico que despacha en la torre de lujo. Crucé la calle y decidí ir a consulta con el médico de la farmacia que no cobra, y no sé bien si su título es real, pero que ha sido acertado en sus diagnósticos.
Ese médico no parece en realidad un médico. Más bien parece un tablajero, porque algunos tablajeros usan batas blancas para descuartizas a los cerdos y a las reses, y esas batas blancas, por más que las laven se quedan manchadas. Así la bata de este médico gratuito de la farmacia: es una bata percudida de la que afloran algunos recuerdos de chile huajillo. Esa es una bata confiable, como la de un tablajero. No es una bata sospechosamente blanca como la de mi gastroenterólogo, en el que no confío ni tantito porque despacha en una torre en el que el local cuesta 50 mil pesos al mes, y por añadidura él debe cobrar una buena cantidad para costear ese lujo. Aparte el médico gratuito de la bata percudida está enfrente de mi casa, así que es muy cómodo despertar y (luego de una observación rigurosa a mi cuerpo) andar a su consultorio si un nuevo achaque amenaza con echar a perder mi día.