Ayer, mientras manejaba y oía aleatoriamente la radio, me topé con media hora de Gloria Trevi. Escuché sus rolas. Pensé que en realidad nunca me gustó su onda: primero porque se me hacía una wannabe de Nina Hagen (región 4), luego por su sordidez.
Pero iba atenta, y por lo regular no puedo hacer dos cosas al mismo tiempo, así que escuché las letras. Pensé también en el ensayo que Monsiváis hizo sobre ella y cómo después de prenderle incienso la quitaron hasta de la portada de su libro Los rituales del caos.
Escuché tres canciones, de sus primeros años: cuando era la irreverente Gloria, y no me gusta su voz, pero creo que es de las pocas que cuentan historias. La Trevi se ganó a la banda por eso mismo: por retratar a los marginados, a los protosuicidas y a las morras que se embarazan en la adolescencia.
Sergio Andrade, maestro de la manipulación, sabía que ahí estaba el pan: poner a Gloria Trevi como abanderada de las minorías resentidas fue un gran acierto.
Nadie imaginaba de detrás de esa dupla explosiva se escondía una organización criminal que pondría en pausa la carrera de una mujer que en el escenario parecía ser dueña de su rebeldía, pero que en privado no era más que un ser sin voluntad manipulando por un maniaco sexual.
Pero los mexicanos olvidamos rápido, y el colmo fue que, una vez exonerada de los delitos que la llevaron a la cárcel en Brasil y México, La Trevi fue colocada en un programa de talentos infantiles en Televisa. ¿Así o más bizarro el asunto?
Ahora, La Trevi es todo aquello que odiaba a los veinte años: cada día se parece más a su mamá (ya se le pasó el bótox y el Miss Clairol rubio) y sus canciones perdieron la chispa y ese toque que sólo obsequian las vidas retorcidas.