De un tiempo a la fecha he tomado muchas fotografías. Miles, para ser precisos. Es sabido que de una sesión fotográfica en la que se hacen un sinfín de disparos con la cámara, salen acaso unas diez fotos buenas, o menos… así, cuando se obtienen una o dos imágenes decentes, la sesión se puede calificarse como un éxito.
Me gustan los altos contrastes. Las nupcias de la luz intensa con la más escalofriante oscuridad. Un rostro que aparezca la mitad resplandeciente y la otra como si se estuviera afantasmado.
Dos caras, sí, me gusta hacer retratos en los que la persona aparezca con ese halo misterioso y por descubrir. Sin duda, el lado oscuro es el que todos queremos ocultar, y en una foto es interesante tratar de buscarlo, sin embargo, es una empresa de la imaginación revelarlo.
Vi por mero morbo y ociosidad partes de la serie Siempre Reinas; un programa que pretende ser reality show, pero que se ve más actuado que los orgasmos de una debutante en las lides románticas.
Infumables capítulos llenos de frivolidad y estupidez de cuatro mujeres que intentan demostrar que hay vida después de diez toneladas de bótox y colágeno. Las actrices que aparecen son Lucía Méndez, Sylvia Pasquel, Laura Zapata y Lorena Herrera.
Haciendo un ejercicio de preguntas Proust, mencionaré lo primero que se me viene a la mente cuando oigo sus nombres:
Lucía: decadencia
Sylvia: la tía buena onda
Laura: patética
Lorena: desesperación
¿Qué tienen en común las cuatro además de haber sido en su momento mujeres bellas explotadas por Televisa?
Que todas tienen graves problemas con el proceso natural de envejecimiento. Podemos excluir a Pasquel de ese conjunto: el problema de doña Sylvia no es tan grave porque jamás sobreexplotó su imagen usándola como tabla de salvación a falta de talento, y en esta comedia queda claro que bien puede suplir a su hermana, Alejandra Guzmán, porque tienen el mismo timbre y color de voz.
Laura Zapata hizo villanas, aunque desgraciadamente de novelas chafas que no le aportaban nada al mundo. El mejor papel que hizo fue el del gallito que se pelea con sus hermanas después de su lamentable secuestro.
La serie es tan mala que te engancha porque el trasfondo es en realidad una gran tragedia: el vacío después de la perdida de la firmeza facial y la juventud.
La joya de la historia es, sin duda, Lucía Méndez, quien fue uno de los rostros más bellos de México, cosa que la colocó en el reflector nacional e internacional al volverse protagonista de las telenovelas que estereotiparon tanto la jodidez sentimental y cultural del mexicano.
En la trama del reality, Lucía se lo vive peleando con Zapata porque la primera va por la vida sintiendo y afirmando que es la única diva mexicana que sobrevive.
A la Méndez le hizo mucho daño que María Félix la trajera de pupila y comparsa, ya que cree que es una especie de sucesora, cuando en realidad es que ella encaja a la perfección con la descripción que la Félix daba de las “bonitillas”, que caminan como chenchas y no traen más morralla que el candor y la belleza que otorga la veintena.
No voy a abundar más en el contenido de la serie porque francamente no vale la pena.
Lo único rescatable es una frase que dice la Méndez y que viene al cuento con e inicio del texto: no existe gente fea, sino mal iluminada.
Al paso de los disparos y de la experiencia que va dando las sesiones fotográficas, puedo pronunciarme a favor de esa declaración.
La fotografía no es la vida, pero se le parece.
Y la luz es un elemento precioso para construir o destruir a un personaje.