Pasan los años y las dinámicas de poder doméstico siguen arrastrando a los más indefensos.
Nos separamos de aquellos que una vez juramos querer, y a la hora de la repartición de las culpas, la justicia se pandea a favor de la presunta víctima.
Érase una vez la pareja perfecta. Y la pareja dio hijos. Y los hijos crecieron. Y los amorosos ya no lo fueron más. Ahora se odian. Llegó la hora de separarse.
Salieron los blocks de remisiones. Cuentas por cobrar: “tú me hiciste, tú me debes, tú me pagas”.
Érase una vez los hijos. Y los hijos no tenían por qué saber que sus padres eran enemigos. Ellos qué culpa. Antes se amaban, ya no. Y ellos, lo hijos, serían el gran pretexto para cometer mil y una arbitrariedades. Y los hijos ni siquiera sabían qué carajos era esa palabra.
Érase una vez la guerra. La madre es despojada o el padre es despojado. O la madre es apapachada por que el padre cometió una hijoeputez… Y el padre fue enviado al patíbulo. Bonita costumbre de no ver más allá de nuestro ombligo. Y en la guerra había un bando más dañado. Y el bando que tomó malas decisiones fue debilitado por el otro por una simple razón: el agraviado tomó algunos rehenes.
Érase una vez los rehenes.
Y los rehenes no eran otros más que los hijos. Bárbara costumbre de llevar a límite la estupidez en aras de ganar algo que siempre estuvo perdido. Ellos, los rehenes, quedaron en medio de la línea de fuego. Y sufrieron pestes, hambruna y frío.
Érase una vez el frío.
Y el bando que abdicó de la empresa familiar no tuvo campo de acción porque lo tenían atrincherado. El pelotón de fusilamiento estaba listo para disparar. Y el condenado a muerte tenía derecho a hacer una sólo petición.
Érase una vez ¿el perdón? ¿Y quién se cree con derechos de juzgar? Y el “perdón” no llegó hasta que el condenado a muerte fue desangrado (o desangrada). Y los rehenes no sabían qué carajos pensar porque, sin saberlo, los dos bandos (que otrora fueron sus amorosos padres) habían llegado a una tregua poco afortunada.
Érase una vez una mujer, o un hombre (o una mujer y un hombre) que pelean por una causa perdida: el desamor de la pareja cuando llega un tercero.
Érase una vez el dinero. Y el dinero amortiguó los golpes. Y subsanó culpabilidades.
Y en medio de los dos frentes, los rehenes.
Los hijos que la madre herida pone como escudo.
Los hijos que el padre tránsfuga tardará años en recuperar.